viernes, 27 de noviembre de 2009

Iniciativa en Barcelona para difundir el motu proprio "Summorum Pontificum"






A partir del próximo 21 de diciembre, festividad del Apóstol Santo Tomás, se tendrá en la parroquia barcelonesa de Santa María Reina (Pedralbes) un círculo de estudio dedicado a la forma extraodinaria del rito romano, particularmente por lo que se refiere a la liturgia de la misa. Dirigida preferentemente a laicos y sacerdotes jóvenes, esta iniciativa nace bajo el nombre de IVVENTVS. ¿Por qué? Porque instaurada finalmente la Pax Liturgica por Benedicto XVI en virtud de su motu proprio Summorum Pontificum, los jóvenes, que no han conocido las controversias y enfrentamientos de sus mayores, pueden abordar el tema litúrgico sin prejuicios ni reticencias, con mente libre y ánimo dispuesto y entusiasta. Ellos constituyen la esperanza para la renovación del culto divino promovida por el papa Ratzinger, que quiere que "las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia" sean conservadas y que se les dé "el justo puesto".

Punto de apoyo obligado y esencial para la labor de IVVENTVS es el Misal Romano según la edición típica que hizo publicar el beato Juan XXIII en 1962 (la última antes de que se iniciara el camino de las innovaciones postconciliares). Constituye él, conforme a lo establecido por el Santo Padre en Summorum Pontificum, la expresión extraordinaria de la lex orandi de la Iglesia, que "debe gozar del honor debido a su uso antiguo y venerable". De ahí el nombre complementario del grupo: MISSA ROMANA MXMLXII. El Misal Romano del beato Juan XXIII es el resultado, a través de una evolución homogénea, de un milenio y medio de Tradición litúrgica de la Iglesia de Roma. Es fundamentalmente el mismo de San Gregorio Magno, de Inocencio III y de San Pío V, aunque con las adaptaciones y modificaciones naturales en un organismo viviente, porque en efecto o es. Este misal no es un fósil, sino que forma parte de la vida de la Iglesia y con ella crece y se desarrolla. El propio Benedicto XVI introdujo en él la modificación de la oración solemne de Viernes Santo por los Judíos y prevé la posibilidad de introducir en él nuevos propios de santos y prefacios (cfr.: Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum).

Está previsto que cada reunión del grupo comience con la celebración de la Santa Misa según el rito romano clásico o forma extraordinaria. De esta manera los participantes podrán empaparse de forma práctica de la riqueza litúrgica del usus antiquior y aprenderán a conocerlo y a apreciarlo, así como a profundizar en él in situ. A continuación se tendrá una charla sobre alguno de los muchos aspectos de esta liturgia a fin de llegar a un conocimiento cabal de lo que ésta significa y de sus diferentes manifestaciones. Con esto se pretende dar cabal cumplimiento a lo que quiere el Papa con Summorum Pontificum: poner a disposición de todos el tesoro litúrgico de la Iglesia sin fanatismos, con espíritu sereno y con ánimo de reconciliación.

Desde ROMA AETERNA se invita a todos a participar en esta interesante iniciativa todos los terceros lunes de mes, a las 19 horas (7 de la tarde). Quienes se hallen interesados pueden escribir al siguiente correo electrónico:



en el cual podrán reabar mayor información e inscribirse. De todos modos, la asistencia al círculo es, por supuesto, libre y gratuita.


Parroquia Santa María Reina (Pedralbes)
Carrer Miret i Sans, 36 - Barcelona


jueves, 5 de noviembre de 2009

Las reliquias de los Santos en el culto católico



Hoy es el día tradicionalmente dedicado a la celebración litúrgica en honor de las Sagradas Reliquias de los Santos. Aunque no se trata de una festividad del calendario universal en el Misal romano de 1962, se difundió ampliamente en muchas diócesis, órdenes y congregaciones y consta en sus calendarios particulares, siendo celebrada con especial acompañamiento de festejos populares en no pocos lugares. Las conservación y veneración de reliquias es algo ínsito en la naturaleza humana, que desea conservar el recuerdo físico de los seres queridos (ya se trate de sus retratos, fotografías, prendas y pertenencias). El mismo nombre “reliquia” designa “lo que queda”, “lo que resta” de las personas amadas. Y como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona, así lo que es un sentimiento natural de amor hacia nuestros deudos, se convierte en un acto religioso referido a los que son nuestros parientes en la fe: los bienaventurados. Y ese acto, que consiste en conservar piadosamente y venerar sus reliquias, es muy útil y recomendable y enriquecedor de nuestra vida espiritual.

Las reliquias son acreedoras de un culto relativo de simple dulía o veneración. Recordemos que hay tres clases de culto: el de latría (adoración), que se tributa únicamente a Dios, al Sacramento Eucarístico y a la Santísima Cruz; el de hiperdulía (peculiar veneración), debido a la Santísima Virgen, y el de dulía (veneración), que puede ser protodulía (a San José) y simple dulía (el debido a los ángeles y a los bienaventurados y sus imágenes y reliquias). El culto de las reliquias de los santos, como el de sus imágenes se llama relativo porque no se venera materialmente la imagen, el trozo de hueso o la prenda, sino a aquél a quien pertenece. Las reliquias pueden ser de tres categorías:

1) reliquias de primer grado: tomadas del cuerpo del bienaventurado.
2) reliquias de segundo grado: objetos relacionados con los instrumentos de su martirio o que pertenecieron y fueron usados por el bienaventurado en vida, y
3) reliquias de tercer grado: cualquier objeto tocado a una reliquia de primer grado o a la tumba del bienaventurado.

Las reliquias de primer grado, a su vez, se dividen en tres clases:

a) reliquias insignes: el cuerpo entero o una parte completa de él (el cráneo, una mano, una pierna, un brazo), como también algún órgano incorrupto (como la lengua de San Antonio de Padua, el cerebro de Santa Margarita María de Alacoque, etc.);
b) reliquias notables: partes importantes del cuerpo pero sin constituir un miembro entero (la cabeza del fémur, una vértebra, etc.), y
c) reliquias mínimas (huesecillos o astillas de hueso).

La Iglesia manda colocar las reliquias de primer grado, para su veneración, en tecas, que tienen la consideración de vasos sagrados y reciben el nombre de “relicarios”, los cuales han dado lugar históricamente a verdaderos alardes de magnífica orfebrería y ebanistería. Pero el uso más importante de las reliquias, especialmente si son de mártires, es el de ser puestas en el ara o sepulchrum de los altares de las iglesias. El obispo consagra separadamente el ara (un pequeño receptáculo de forma cuadrangular practicado en la losa del altar en la parte sobre la que se coloca la oblata durante la misa) para depositar en ella las reliquias de mártires y que después se sella con una pequeña lápida, sobre la que se practican las unciones. En las Iglesias de rito oriental, el ara es reemplazada por el antimensio o paño de seda ricamente decorado con escenas del Descendimiento de la Cruz o el Entierro de Cristo y dentro de uno de cuyos ángulos se cose una reliquia de mártir. Se lo coloca en el centro del altar y su uso es preceptivo, al punto que no se puede celebrar la Santa Liturgia sin él. En los altares de viaje del culto latino se usa una especie de antimensio, semejante al de los orientales.

Los relicarios deben colocarse sobre el altar, entre los cirios, en las celebraciones solemnes y se los inciensa durante la misa. Cuando es la festividad del santo cuyas reliquias se veneran en una determinada iglesia, se suele presentar el relicario a la veneración de los fieles para que éstos lo besen con reverencia.

Es oportuno copiar aquí lo que dice el Concilio de Trento sobre el culto de los santos, sus imágenes y sus reliquias: “Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten ni adornen las imágenes con hermosura escandalosa; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener comilonas, ni embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que deban celebrar los días de fiesta en honor de los santos. Finalmente pongan los Obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que nada se vea desordenado, o puesto fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano y nada deshonesto; pues es tan propia de la casa de Dios la santidad. Y para que se cumplan con mayor exactitud estas determinaciones, establece el santo Concilio que a nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imagen desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, a no tener la aprobación del Obispo. Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo Obispo. Y este luego que se certifique en algún punto perteneciente a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso, que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre estas materias, aguarde el Obispo antes de resolver la controversia, la sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa nueva o no usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano Pontífice” (Sesión XXV).

A continuación ofrecemos unos interesantes artículos relacionados con la festividad de las Sagradas Reliquias y su importancia en la evolución de la Liturgia, debidos respectivamente a Fray Justo Pérez de Urbel, O.S.B., que fuera primer abad de la Basílica de Santa Cruz del Valle de los Caídos, y a Mons. Mario Righetti, autor de una Historia de la Liturgia, que es ya un clásico en la materia, de obligada lectura.


El culto de las reliquias

Hemos acompañado ya en su triunfo a los Santos en el cielo; pero aquí en la tierra tenemos todavía sus cuerpos, que fueron templo del Espíritu Santo, que le sirvieron dócilmente para realizar sus actos heroicos, y que un día han de ser resucitados para participar, juntamente con sus almas, de la bienaventuranza eterna. La fiesta de Todos los Santos se completa con esta de las Reliquias, que se celebra dentro de lo que era su octava [desaparecida con la reforma de las rúbricas de 1960]. También ellas merecen que les rindamos culto [culto relativo de dulía]; también ellas pueden tener una influencia benéfica sobre nuestra vida material y espiritual.

Así como de la Santa Humanidad de Jesucristo salía una virtud que curaba a los que a Él se acercaban, así también las reliquias de los Santos –sus huesos, sus cenizas, sus vestidos y otros objetos que ellos usaron y que nosotros conservamos con amor– pueden “obrar maravillas”, según nos recuerda la colecta del día. Y, de hecho, Dios ha puesto en ellas virtudes sobrenaturales para arrojar los demonios, curar a los enfermos, devolver a los ciegos la vista, alejar las tentaciones y alcanzarnos otros bienes y dones excelentes.

Ya los primeros cristianos recogían solícitos los cuerpos de los mártires y celebraban sobre sus sepulcros los sagrados misterios, para indicar así que su sacrificio se mezclaba con el sacrificio de Cristo. Más tarde se levantaron en su honor templos magníficos, a los cuales acudían las multitudes de peregrinos para implorar mercedes y pedir perdón de sus pecados. Hoy mismo no se puede consagrar ningún altar sin que se deposite en el ara la reliquia de algún santo. Tal es el espíritu del cual ha nacido la festividad de las Sagradas Reliquias.


(Fray Justo Pérez de Urbel, O.S.B.: Misal Diario latino-español, 1960).





LAS RELIQUIAS EN LA LITURGIA

El altar fijo, de piedra, asociado a las reliquias de los mártires


Con la paz de Constantino, el altar entra en una nueva fase. Esta presenta tres características importantes:

a) Abandona la madera y se construye preferentemente con materiales sólidos (piedra, mármol, metales preciosos).
b) Se fija de manera estable en el suelo.
c) Se asocia, por lo regular, a las reliquias de los mártires.

Esta evolución del altar se verifica contemporáneamente y, casi podríamos decir, de improviso en la primera mitad del siglo IV tanto en Oriente como en Occidente. Los Padres y escritores de la época nos dan el testimonio explícito; el Liber frontificalis aduce también un pseudo-decreto análogo del papa San Silvestre (314-335), pero este dato no parece atendible.

¿Cómo se llegó al altar fijo, de piedra, y a asociarlo a las reliquias de los mártires? El problema no se ha resuelto todavía claramente. Podemos, sin embargo, señalar algunas inducciones:

a) La movilidad primitiva del altar de madera se mantuvo como norma en los siglos de las persecuciones para evitar posibles profanaciones de una cosa tan santa como era la mesa del sacrificio; pero, una vez que la Iglesia tuvo plena libertad de culto, era natural que cesara aquella cautela.

b) En el desarrollo de la arquitectura basilical, que en esta época recibió en todas partes extraordinario impulso, el altar de piedra respondía mucho mejor a las nuevas exigencias constructivas y decorativas del templo. También el ejemplo de los altares paganos, de forma y materia similares, pudo haber sugerido, no digo la imitación, pero acaso la tendencia hacia el tipo del altar pétreo; en realidad, se dio con frecuencia el caso de transformar en altar cristiano las aras paganas: Commutantur in ecclesias delubra, "in altaría vertuntur arae," decía más tarde San Pedro Crisólalo (452).

c) El concepto primitivo de que Cristo es el altar místico de su sacrificio y, como él mismo dijera, la piedra angular sobre la cual debe edificarse el templo espiritual de los fieles, debió de influir en la preferencia por el altar de piedra para que éste se mostrase en realidad símbolo vivo de Cristo.

Por lo que hace a la práctica de asociar el altar con la tumba del mártir, pudieron haber contribuido a ello factores históricos y, acaso más todavía, elementos simbólicos. Citaremos aleamos:

1) El desarrollo creciente del culto litúrgico a los mártires, culto que en Roma comienza a afirmarse en la segunda mitad del siglo III y se expresa concretamente en las primeras listas oficiales de la Iglesia, al comienzo del siglo siguiente (calendario filocaliano).

2) La unión mística de los mártires con Cristo. Si el altar representa a Cristo, Cristo no puede estar completo sin sus miembros. Los mártires son ciertamente miembros de El, miembros gloriosos del Cristo glorioso, los cuales "laverunt stolas suas in sanguine Agni", y, por tanto, tienen su puesto sub altare Dei. Esta frase del Apocalipsis fue escrita evidentemente en un sentido simbólico, pero fue traducida a la realidad el día en que las reliquias de los mártires pudieron descansar bajo el altar. San Ambrosio comenta así las palabras de San Juan: "Succedant victimae triumphales in loco ubi Christus hostia est. Sed Ille super altare, qui pro ómnibus passus est; isti sub altan, qui illius redempti sunt passione".

3) La idea de asociar al sacrificio de Cristo el sacrificio de los mártires, que, en cierto modo, completa el valor de aquél, según las palabras de San Pablo: "Me siento feliz de sufrir por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su cuerpo (místico), que es la Iglesia". Precisamente porque los sufrimientos de los miembros de la Iglesia deben, en cierto sentido, completar el sacrificio de Cristo, las sepulturas gloriosas de sus mártires fueron consideradas como el complemento y el soporte más a propósito de la mesa sacrifical.

4) El deseo, tan arraigado en el sentimiento religioso de aquella época, de permanecer en comunión con los difuntos mediante un banquete sagrado preparado sobre su misma tumba. Por analogía, se quiso colocar la reliquia del mártir allí donde la comunidad celebrase el místico festín de la eucaristía. De esta manera, a través del sacrificio y de la manducación del cuerpo de Cristo, renovaban perennemente los cristianos el vínculo de unión con el difunto.

En el siglo IV, el altar de piedra, asociado a las reliquias de los mártires, se presenta bajo tres formas principales:

a) En el tipo tradicional de mesa, es decir, formado por una mesa de piedra casi cuadrada, ligeramente excavada y modelada en la superficie superior y sostenida por una columna central o por cuatro columnitas en los ángulos. En algún ejemplar puede apreciarse alguna ligera decoración simbólica (palomas, corderos, monograma de Cristo) en la parte anterior de la mesa o en las columnas. Las reliquias, si las había, se introducían en el espesor de la mesa o en los pies de la columna que la sostenían. A este tipo pertenecen los antiquísimos altares de Crusspl (s.VI), de Grado (s.VII), de Baccano, cerca del lago Bracciano (s.Vl); de Auriol (s.v) y pocos más.

b) En forma de cubo vacío, dentro del cual se colocan las reliquias; en la parte anterior, una verja de hierro o una celosía de mármol (fenestella confessionis) permiten ver la urna, y a través de ella puede llegarse directamente hasta las reliquias para colocar sobre ellas pañuelitos (brandea) u otras cosas. El altar de la basílica de San Alejandro, en Roma (s.V), es el ejemplo más antiguo de esta segunda forma; otro bastante interesante (s.VI) es el de San Apolinar in Classe, de Rávena.

c) En forma de cubo, pero macizo, levantado sobre el sepulcro del mártir (confessio) cuando éste yace por debajo del nivel del suelo. Para llegar a las reliquias se desciende por una rampa bajo el pavimento y por una puerta (ianua confessionis) se entra en la celda (cella) sepulcral del mártir. Con frecuencia, pequeños orificios (cataractae) establecían comunicación directa entre el altar y la cella. A este tipo pertenece el altar erigido sobre la tumba de San Pedro.

La nueva forma del altar-tumba no se impuso en la Iglesia sin dificultad. Conocemos, en efecto, las protestas de Fausto de Milevi, uno de los corifeos del maniqueísmo, y las de Vigilancio, sacerdote de Barcelona. Contra los erroles de Fausto escribió San Agustín, dando, entre otras cosas, la explicación teológica y didáctica de la nueva práctica admitida por la Iglesia: "Populus christianus memorias martyrum religiosa solemnitate concelebrat, et ad excitandam imitationem, et ut meritis eorum consocietur atque orationibus adiuvetur: ita tamen ut nulli martyrum, sed ipsi Deo martyrum constituamus altaría. Quis enim antistitum, in locis sanctorum corporum assistens altari, aliquando dixit: Offerimus tibí, Petre, aut Paule, aut Cipriane? Sed quod offertur, Deo offertur qui martyres coronavit, apud memorias eorum quos coronavit; ut ex ipsorum looorum admonitione maior affectus exurgat ad acuendam caritatem et in illos, quos imitari possumus, et in illum, quo adarvante possumus".

A las objeciones de Vigilancio respondió San Jerónimo reivindicando la legitimidad del culto a los mártires y del honor que a ellos se daba en el altar.

La costumbre de asociar al altar la memoria de los mártires, que encontró unánime simpatía en el mundo cristiano, juntamente con la erección de múltiples iglesias, condujo a la búsqueda febril de reliquias para la dedicación de los nuevos altares cuando, como sucedía más frecuentemente, la iglesia no se construía junto al sepulcro de un mártir. A este respecto conviene observar que la disciplina de la Iglesia de Roma era distinta de la de Oriente.

Roma hasta el siglo VII, a pesar de las insistentes y autorizadas peticiones, no consintió jamás en trasladar los cuerpos de los mártires de sus sepulcros, ni tampoco en separar de ellos una parte; la tumba de los mártires era inviolable. Sin embargo, en lugar de enviar verdaderas reliquias, lo que hacía era mandar como regalo reliquias equivalentes, esto es, pañuelitos (brandea, falliola) que habían tocado el sepulcro del mártir, o trocitos de tela empapados en su sangre, o lamparillas de aceite encendidas ante su tumba. Por el contrario, en Oriente y en Italia septentrional, que seguía la disciplina oriental, el traslado de los cuerpos de los mártires y su fraccionamiento se hicieron pronto comunes. Son conocidísimos los traslados hechos por San Ambrosio de los santos mártires Gervasio y Protasio a la basílica por él construida, de los Santos Vital y Agrícola desde Bolonia al altar de la basílica de Florencia, de los Santos Nazario y Celso a la basílica de los Apóstoles. San Gaudencio, amigo suyo y obispo de Brescia, recosió en sus viaies un verdadero tesoro de reliquias para su basílica, a la que quiso llamar pomposamente "concilium sanctorum".

Originariamente, la lista de las reliquias, algunas veces numerosas, que se colocaban en el altar venía escrita sobre el altar mismo; más tarde, esa misma lista, escrita en pergamino (pittacium), se encerró en la capsella que las contenía, como todavía es uso recomendado por el Pontifical. Se conservan varias capsella metálicas antiquísimas, como la de San Nazario, plateada, en Milán, del 382; se colocaban en un hueco a propósito, hecho en la base del altar o bien excavado en el espesor de la mesa, según la costumbre generalizada después. Las reliquias no eran solamente de mártires, sino también de confesores, de vírgenes o relacionadas con la Virgen o con Nuestro Señor. Conviene, sin embargo, observar que, por más que la costumbre de colocar reliquias en los altares se extendiera muchísimo, no siempre podía llevarse a la práctica por falta de reliquias. Por eso se buscaban substitutivos. Véase por qué en el siglo IX surge una curiosa usanza, subrayada por vez primera en un canon del concilio de Celchyth (816), en Inglaterra, el cual sugiere colocar como reliquia sobreeminente la santísima eucaristía: "Et si alias reliquias intimare non potest, tamen hoc máxime proficere potest, quia Corpus et Sanguis est D. N. I. C.".

En esta época, sin embargo, vemos ya que la santísima eucaristía (tres hostias) se colocaba igualmente aun cuando no faltasen las reliquias. Los tres granos de incienso que hoy se usan en el rito de la dedicación consta que estaban va en uso en aquel tiempo y que guardaban relación con las tres hostias consagradas sepultadas en el altar. El uso se extendió a todo el Occidente, incluso a Italia; los libros litúrgicos de la época contienen las correspondientes rúbricas. La antigua disciplina de la Iglesia latina que asociaba a los mártires con el altar está todavía en visror. Para emesan un altar pueda consagrarse lícitamente debe poseer en la mesa un sepulcro, esto es, una pequeña hendidura con las reliquias de los santos, de las cuales dos por lo menos tienen que ser de mártires.


Nos referimos aquí a los vasos o receptáculos de diversos tipos en los que la Iglesia a través de los siglos ha guardado determinados objetos de culto. Entre éstos figuran, en primer lugar, las reliquias de los mártires y de los santos.

La memoria de éstos no se limitaba únicamente a la lectura de sus gestas, ni sólo a la inscripción de sus nombres en los dípticos, sino que principalmente iba unida a la veneración de sus reliquias, ya estuviesen éstas encerradas dentro de una capsa, si se trataba del cuerpo entero, o en una capsella o cofrecito, si era solamente una parte de los huesos o cenizas, ya fuesen, en fin, reliquias de mero contacto (brandea, palliola).

A partir del siglo IV son frecuentes las alusiones a cajas de metal, madera y marfil que conteniendo reliquias se colocan en los altares en el acto de su dedicación o se entierran junto a las sepulturas de los difuntos para su sufragio, o bien se llevan al cuello (encolpia) o se tienen en casa como objeto de devoción.

El ejemplar más antiguo y precioso que ha llegado hasta nosotros es la Lipsanoteca, de Brescia (primera mitad del s.IV), el más bello de los marfiles cristianos. En un principio tenía la forma de cofrecito; más tarde fue descompuesta, y cada una de las tapas puestas en comisa en forma de cruz su primitiva forma de cofrecito, no ha mucho que fue transformado en cuadro.

Algo posterior en el tiempo es la capsella argentea de la basílica de San Nazario, en Milán, donde en 382 San Ambrosio depuso algunas reliquias que consiguió en Roma. Otras vetustas arquillas con representaciones o emblemas cristianos son la de Brivio, en Brianza (s.V); la de Rímini (s.V), la de Grado (s.V), que lleva grabados los nombres de los santos cuyas son las reliquias; la de Monza (s. VIII), de factura tosca, pero toda ella incrustada de piedras preciosas. Son además interesantes, aunque de distinto carácter, las numerosas ampollas de plata (s.V-VI) que se conservan también en Monza; fueron llevadas de Roma para la reina Teodolinda con aceite de los santos mártires; provenían del Oriente y reproducen escenas de la pasión según el tipo de las medallas allí usadas.

(Mons. Mario Righetti: Historia de la Liturgia, ed. española de la BAC).



lunes, 2 de noviembre de 2009

La tradición antigua de la conmemoración de los fieles difuntos



La conmemoración de los difuntos

Del cuerpo al alma

Por Carlos Carletti


El origen de la conmemoración anual del 2 de noviembre dedicada a los difuntos data del final del primer milenio en el ámbito del monacato benedictino cluniacense. En efecto, fue en el año 998 cuando Odilón de Mercoeur, quinto abad de Cluny (ca 961-1049), dispuso la inserción en el calendario litúrgico cluniacense de una conmemoración para los difuntos “de todo el mundo y de todos los tiempos” a celebrarse el segundo día del mes de noviembre: “Se decreta por mandato de nuestro padre Odilón, a pedido y con el consenso de todos los hermanos cluniacenses, que como en todas las iglesias de Dios en todo el mundo se celebra la festividad de Todos los Santos el primero de noviembre, así entre nosotros sea celebrada la conmemoración de todos los difuntos de este modo: en el día de Todos los Santos, después del capítulo, el decano y el despensero harán una limosna de pan y de vino a todos los pobres que se presentarán, como en la cena del Señor; (…) el mismo día, después de vísperas, se tañerán las campanas y se celebrará el oficio de difuntos; la misa matutina (la del 2 de noviembre) será oficiada solemnemente y con tañido de campanas; serán celebradas misas en privado y públicamente por el reposo de las almas de todos los fieles y se ofrecerá comida a doce pobres” (Statutum sancti Odilonis de defunctis, Migne, PL, 142, col. 1037-1038). La extensión a la Iglesia universal de esta conmemoración parece remontarse al Ordo Romanus del siglo XIV, en el que el 2 de noviembre está indicado como “anniversarium omnium animarum” (Ildefonso Schuster, Liber Sacramentorum, IV, Torino 1932, pág. 85).

En la Antigüedad –sea entre los paganos que entre los cristianos– la conmemoración de los difuntos seguía coordenadas temporales diferentes, circunscritas al ámbito privado y más precisamente doméstico. El calendario era movible porque correspondía al aniversario de los difuntos individuales, que para los paganos era el día del nacimiento (dies natalis) y para los cristianos era el de la muerte, también definido dies natalis, pero entendido –con “deslizamiento semántico”– como el nacimiento a la vida eterna. La celebración en Roma de los parentalia, como evento público celebrato entre el 13 y el 21 de febrero, no substituye a la práctica secular de las conmemoraciones gentilicias y familiares (parentatio), sino que la integra, haciendo partícipe de ella a toda la comunidad a través de una serie de rituales que preveían la visita a los sepulcros –sobre los cuales se esparcían flores (rosalia, violatio)– y, sobre todo, la consumición de una comida “comunitaria”, reservada a los parientes y amigos del difunto, que tenía lugar el 22 de febrero (caristie).

La ofrenda de flores y la celebración del convite son expresamente recordadas en una inscripción ravenesa del siglo III secolo: un colegio funerario dona una suma para la celebración anual, pero pone la condición (“sub hac condicione”) que "cada año se esparzan rosas sobre el sepulcro y que allí (o sea, junto al sepulcro) se desarrolle el banquete: quotannis rosas ad monumentum ei spargant et ibi epulentur” (Corpus Inscriptionum Latinarum, XI, 132). En Roma, de modo semejante, un difunto llamado Caius Turius Lollianus, hablando en primera persona a través de su epitafio, pide a los colegas de su corporación (“peto vobis collegae”), que el 12 de marzo –día de su nacimiento– se destinen sumas adecuadas para la celebración: 25 denarios por los parentalia, 11 denarios y medio para la compra de las rosas (Corpus Inscriptionum Latinarum, VI, 9626).

Parentalia

Una vívida y realista "instantánea" de estos ritos funerarios es la que se lee en una inscripción pagana en verso de Safatis en la Mauretania Caesarensis (hoy Aïn el Kebira en Argelia). Se trata de la crónica de un banquete fúnebre celebrado para honrar la memoria de una querida pariente, Aelia Secundula, madre de la que dedica oficialmente la inscripción, una cierta Estatulenia Julia (Corpus Inscriptionum Latinarum, VIII, 20277): "En memoria de Elia Secundula. Todos nosotros hemos ya provisto que se disponga lo necesario para el rito funerario sobre el altar de nuestra madre Secundula, que aquí yace. Hemos cuidado que se prepare la mesa de piedra, en torno a la cual recordar sus numerosas obras virtuosas, mientras son dispuestos y ofrecidos alimentos y cálices y manteles para cubrir la mesa, a fin de que pueda cicatrizar la cruel herida que lacera nuestro corazón cuando en las horas tardías evocamos de buena gana los recuerdos y las alabanzas de nuestra buena y piadosa madre, nuestra dulce viejecita. Vivió setenta y cinco años. En el 260 de la provincia Estatulenia Julia lo hizo”. Este banquete estrechamente doméstico –como lo indica la dedicatoria supletoria “los hijos a su dulce madre” que se obtiene de la lectura secuencial de las letras iniciales (acróstico) y las finales (teléostico) de cada línea– tuvo lugar el año 260 de la era local de la Mauritania (que comienza el 39 de la era cristiana), correspondiente al año consular 299. Es obvio imaginar que alrededor de la mesa estuvieran los klinai ("divanes triclinares"), sobre los cuales se colocaban recostados los comensales, los cuales se entretenían hasta tarde recordando las virtudes de la “viejecita” (vetula) y los acontecimientos que marcaron su vida: “in qua magna eius memorantes plurima facta (...) libenter fabulas dum sera reddimus hora / castae matri bonae laudesque”.

La inscripción de Aelia Secundula debe ser puesta en relación con un mosaico funerario escrito que se halla sobre una mensa inserta en el centro de un diván triclinar en la acostumbrada forma de medialuna (sigma): la construcción fue realizada hacia finales del siglo IV, en la vasta área funeraria de Matarés, próxima a la ciudad de Timgad en la Mauretania Caesarensis (hoy Argelia). Sobre el fondo del epígrafe –en conexión con la funcionalidad de una construcción destinada a banquetes– se rerpresenta un variado y realista “muestrario” de fauna marina más que apetitoso, en el que se distinguen fácilmente: un serrano, una breca, una sardina, una langosta y un mero. La inscripción, mientras representa la realidad de un banquete funerario, muestra en términos inequívocos la identidad de los que encargaron la inscripción en la fórmula inicial “in Chr(isto) Deo, pax et concordia sit convivio nostro”: "En (el nombre) de Cristo Dios, la paz y la concordia reinen en nuestro banquete” (L'Année épigraphique, 1979, n. 682).

La concordia y la pax evocadas en el mosaico de Timgad (foto) hacen de inemdiato recordar un extraordinario (entre otras cosas, por su excepcional estado de conservación) complejo figurativo-epigráfico del cementerio romano de los santos Marcelino y Pedro en la Vía Labicana. Se trata de escrituras trazadas a pincel que acompañan y “dan voz” a una serie de personajes representados mientras participan de un banquete, se diría que con alegre compostura. Los convidados (sólo hombres), reclinados en los divanes triclinares, piden “de beber” a las esclavas (sólo mujeres) llamándolas siempre con los nombres de Irene y Ágape: “Agape misce nobis” ("Ágape, escáncianos”), “Irene por(ri)ge calda” ("Irene, pon agua caliente") (Inscriptiones Christianae Urbis Romae, VI, 15942-1594). La repetición doce veces de los mismos nombres (Ágape e Irene) induce legítimamente a suponer que estas formas onomásticas –por otra parte muy difundidas en la Antigüedad tardía– revisten la doble función de designar (genéricamente sin embargo) a las servidoras y al mismo tiempo de evocar los conceptos expresados en los dos nombres, es decir “paz” y “caridad”. Los comensales se dirigen a las esclavas con expresiones típicamente conviviales que, aunque elípticas, permiten descifrar el tipo y la calidad de la bebida consumida: la mención del adjetivo substantivado “calda” (síncope por calidam) traduce exactamente la práctica habitual de los romanos, que bebían vino rebajado con agua caliente o fría, mezcla que, en el lenguaje común, era denominada justamente mixtio, como indica, por ejemplo, un grafito pompeyano (Corpus Inscriptionum Latinarum, IV, 1292) y, todavía con mayor detalle, la dedicatoria de un collegium fabrorum que, en ocasión del aniversario del nacimiento del emperador Adriano, provee a la distribución gratuita de pan y vino (las sportulae) y al servicio relativo: “panem et vinum et caldam praestari placuit” (Corpus Inscriptionum Latinarum, VI, 33885). En época romana el vino puro (merum), si no se lo mezclaba con agua caliente o fría y a veces con miel (mulsum), era prácticamente imbebible por resultar denso, amargo y excesivamente alcohólico.

Las parejas léxico-onomásticas concordia-pax y Agape-Irene tienen la función, tanto en Timgad como en Roma, de evocar la atmósfera que envolvía o debía envolver el desarrollo de un banquete funerario, pero en Roma no pasa inobservada la presencia del término identitario agape (caritas) en lugar de concordia, menos ideológicamente connotado. No es, pues, pura casualidad que en las inscripciones funerarias de Roma, junto a las normativas y difundidísimas in pace / en eirene, se lean las aclamaciones griegas èis agàpen, en agàpe, metà agàpes, así como la versión latina calcada del griego in agape (Inscriptiones Christianae Urbis Romae, I, 2976; VI, 15869; IV, 12185; I, 3025, 3426, 3781; IV, 12469; V, 14282) y que en la onomástica de Roma se observe una notabilísima difusión de los nombres Irene y Ágape (técnicamente se trata de cognomina): el primero ampliamente empleado desde el siglo I (incluso en ambiente pagano) y el segundo casi exclusivo de los cristianos; uno y otro (sobretodo Irene) especialmente extendido en el ámbito de esclavos y libertos. (Die Griechischen Personennamen in Rom. Ein Namenbuch, I-III, von Heikki Solin, Berlin - New York, 2003, págs. 458-463, 1277-1278).

Estos testimonios constituyen sólo ejemplos de un fenómeno de enorme relevancia que, sobre todo entre los siglos III y VI, se manifiesta en toda el área mediterránea, con una importante documentación que se extiende desde datos arqueológicos a evidencias de carácter epigráfico y figurativo. El epicentro de estas prácticas funerarias se localiza sobre todo en África, desde donde, al parecer, se difunden rápidamente por toda el área del Mediterráneo con especial incidencia en España (Cartagena, Itálica, Tarragona), en Malta, en Cerdeña (Cornus y Turris Libisonis), y en Roma (en las catacumbas y la necrópolis de la Isola Sacra).


Una lectura histórico-cultural de este fenómeno epocal permite que emerja una interrelación indisoluble entre la conmemoración privada del dies mortis y la relativa práctica del banquete funerario. Dos momentos –complementarios entre sí– de un evento conmemorativo periódico, definido y regulado por códigos rituales que, en el curso de la Antigüedad tardía y en particular en la cuenca mediterránea, es compartido y practicado sea por el componente pagano que por el cristiano de la sociedad de aquel tiempo. El terreno sobre el que se desarrolla y del cual se nutre no es el específicamente “religioso”, sino más bien el de la “memoria compartida”, en el que se sedimentan los vínculos familiares y sociales, comunes a las diversas identidades. Existe en el fondo –para decirlo con Gabriel Sanders– esa “sincronía de las creencias sobre la muerte”, cuyo ingrediente determinante y cohesivo es el rechazo institntivo que la vida opone a la irrupción, siempre humanamente traumática, del acontecimiento definitivo.

Pero estas prácticas no perduran indefinidamente: hacia el final de la Antigüedad tardía son progresivamente abandonadas y al inicio de la alta Edad Media tienden a desaparecer o, por lo menos, a transformarse. Las causas próximas de este cambio se pueden rastrear en dos factores concomitantes. En primer lugar está el abandono de los cementerios suburbanos y la vuelta de los muertos al ámbito mismo de la ciudad, donde los entierros se concentran en el interior mismo de las iglesias o en sus proximidades, creando una unidad inquebrantable entre cementerio y edificio de culto. A los grandes espacios funerarios de las afueras suceden las superficies angostas y sin embargo bien delimitadas de las iglesias y este aspecto produce una gradual mutación del comportamiento en lo que se refiere al respeto mismo de los sepulcros, que son cada vez con mayor frecuencia profanados y reutilizados. Incluso el uso de las inscripcions funerarias se reduce sensiblemente y termina por ser monopolizado por las élites ciudadanas laicas y eclesiásticas, que a veces manifiestan su preocupación por la intangibilidad de sus sepulturas lanzando terribles amenazas hacia los potenciales violadores. En segundo lugar existe un progresivo cambio de mentalidad, una más consciente percepción del misterio de la muerte, ya planteada por figuras de gran talla como Agustín y Gregorio: la sollicitas hacia los difuntos se desplaza poco a poco de la consideración del sepulcro y del cuerpo corruptible a la del alma.

San Agustín indica, precisamente en su África natal, el lugar donde, con ocasión de los rituales funerarios, se manifiestan, más que en ningún otro sitio, excesos incompatibles con la identidad vocacional de los cristianos: "Si el África procurase eliminar sobre todo semejantes desórdenes (es decir las borracheras y la disolución en los banquetes), merecería ser digna de imitación por parte de todas las demás naciones, pero en cambio nosotros, mientras en la mayor parte de Italia y en todas o casi todas las otras Iglesias de ultramar no existen tales cosas (…), ¿cómo podemos aún vacilar en corregir usanzas tan abominables?” (Epistolae, XXII, 1, 4). La respuesta de Agustín es la que con sólida coherencia expone en su tratado De cura pro mortuis gerenda, escrito expresamente para responder los preocupados interrogantes que le planteaba Paulino de Nola acreca de la licitud y la utilidad de las sepulturas ad sanctos: "En definitiva nosotros pensamos que podemos ser de ayuda a los muertos solamente auxiliándolos devotamente mediante el sacrificio eucarístico, con las plegarias, con las limosnas (...). Respecto a las honras al cuerpo, no importa lo que se haga, no producen ninguna ventaja para la salvación, pero constituyen un deber de humanidad por causa del afecto natural en virtud del cual –como decía Pablo (Ephes. V, 29)– nadie ha tenido nunca odio a su propia carne” (XVIII, 22).

De igual modo –y quizás todavía más que san Agustín– san Gregorio Magno insistía en la importancia fundamental de la celebración eucarística. No es casual que su nombre se vincule a la práctica de las “treinta misas” que han de celebrarse en treinta días consecutivos y que han pasado a la Historia justamente como “misas gregorianas". El origen y las motivaciones de esta iniciativa son referidos con tonos vivos y muy gráficos en un pasaje de los Diálogos (4, 57, 14): "Habían ya pasado treinta días desde la muerte de Justo (un monje de la comunidad de Gregorio) y comencé a sentir compasión por él (...) y me preguntaba si habría algún medio para librarlo (alusión al Purgatorio). Entonces, llamando a Precioso, el prior de nuestro monasterio, le dije apenado: hace mucho tiempo que aquel hermano nuestro padece el tormento de fuego. Le debemos un acto de caridad. (...) Ve, pues, y desde hoy y durante treinta días consecutivos preocúpate de ofrecer el Santo Sacrificio por él”.

La progresiva prevalencia de prácticas específicamente cristianas –oración, sacrificio eucarístico, limosnas– abría nuevas perspectivas espirituales, mentales y comportamentales, diferentes respecto de las costumbres ancestrales. Sobre todo por iniciativa de las comunidades monásticas maduró un nuevo “modelo”, que ponía a la comunidad cristiana (y a la Jerarquía desempeñando un papel prevalente) en el centro de la conmemoración de los difuntos, junto a la familia o hasta en substitución de ella: la Eucaristía, celebrada en ocasión de los funerales y de los aniversarios de la muerte, la evocación de todos los difuntos durante la misa (el memento), la distribución de limosnas a los pobres en nombre de los muertos, contribuyeron a “espiritualizar” un culto que durante siglos se había movido en los límites no siempre definidos entre lo sagrado y lo profano. De estas transformaciones derivan inducciones colaterales que conocerán una secular fortuna.

En torno al siglo VIII es cuando comienzan a constituirse las primeras formas asociativas –de las cuales proceden las cofradías– constituidas por obispos y abades con el objeto de asegurar el consuelo religioso a los “miembros” difuntos, mediante la celebración de misas “especiales” y la recitación del Salterio. Una asociación de este tipo es la que, por ejemplo, se constituye en Attigny en 762 por iniciativa de eclesiásticos (obispos y abades) que acogen, sin embargo, también a laicos: los primeros se comprometen a hacer recitar cien veces el Salterio y a celebrar personalmente treinta misas a la muerte de cada miembro; los segundos contribuyen con donaciones a las distintas comunidades religiosas representadas en la asociación. El número de los adherentes a estas pías hermandades se eleva tanto con el tiempo que durante las celebraciones sus nombres, en lugar de ser pronunciados, son tácitamente recordados depositando sobre el altar los libri memoriales o libri vitae, listas de difuntos a veces larguísimas, como la del monasterio de Reichenau (iglesia de Niederzell, dedicada a san Pedro y san Pablo), que llegó con el tiempo a contener más de cuarenta mil nombres. Generalmente transcritos sobre pergamino, las listas eran a veces grabadas en las lastras del altar (siempre en Reichenau) o detrás de los dípticos de marfil de la Antigüedad tardía, como en el caso de la reutilización de un célebre ejemplar producido en Constantinopla en e l siglo V, que fue vuelto a emplear en Provenza en el siglo VII para acoger también en este caso una larga lista que se abre con una serie de más de trescientos nombres de obsipos y se cierra con la mención de los soberanos merovingios que se sucedieron entre el 575 y el 662.


En la sociedad cristiana altomedieval –apaciguados los debates sobre el más allá y las formas de la suerte inmediata de las almas– se iba imponiendo el principio de que la única muerte que había que temer era la del alma y que, por lo tanto, sólo a ella debía dirigirse la sollicitas de los vivos por los muertos. En este nuevo orden de “ideas”, la angustia por la muerte física y el temor del juicio al que estaba destinada el alma fueron reorientados hacia una perspectiva penitencial, mientras la “experiencia visible” de la ineluctable consunción del cuerpo se proponía como elemento de fuerte impacto que servía para la denuncia y el desprecio de las realidades mundanas y, al mismo tiempo, como motivo de reflexión con vistas a la “conversión”.

Las admoniciones de san Agustín habían ya penetrado en profundidad en la Iglesia occidental. La grandiosidad de las exequias y la práctica de las conmemoraciones pueden consolar a los que quedan, pero no son de ningún provecho para aquellos que se van" (“magis sunt vivorum solatia, quam subsidia mortuorum”). Y en esta nueva perspectiva el obispo de Hipona había evocado la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Luc.XVI, 19-22): "si para el rico vestido de púrpura toda parentela organizó un funeral espléndido a los ojos de los hombres (in cospectu hominum), mucho más espléndido a los ojos de Dios (sed multo clariores in cospectu Domini) fue el preparado para aquel pobre lleno de llagas por los Ángeles, los cuales no lo depositaron en un mausoleo de mármol, sino que lo llevaron al seno de Abraham” (De cura, II, 4).


(©L'Osservatore Romano - 1 novembre 2009)

Traducción española de ROMA AETERNA