lunes, 31 de agosto de 2009

¿Qué es la "reforma de la reforma"?


"Las dos formas del rito romano pueden enriquecerse mutuamente" (Benedicto XVI)

La llamada “reforma de la reforma” de la liturgia es un tema recurrente en los foros católicos desde hace tiempo. El sábado 22 de agosto, a propósito de un artículo de Andrea Tornielli aparecido en el periódico italiano Il Giornale, el tema saltó a la actualidad al adelantar el periodista el contenido de un presunto documento aprobado por la comisión ordinaria de cardenales y obispos de la Congregación para el Culto Divino el pasado 12 de marzo y entregado por el cardenal Cañizares al Papa el 4 de abril. Pocos días después, la Oficina de Prensa Vaticana, por medio de su vice-director el P. Ciro Benedettini, declaraba el lunes 24 de agosto: “En este momento no existen propuestas institucionales relativas a una modificación de los libros litúrgicos actualmente en uso”. Por otro lado, el cardenal Bertone, secretario de Estado de Su Santidad, en una entrevista concedida a L’Osservatore Romano, refiriéndose al mismo asunto, habló de “elucubraciones y rumores sobre presuntos documentos de marcha atrás” y los calificó de “pura invención según un clisé estandarizado y obstinadamente reiterado”. Tornielli se ha defendido negando, por un lado, que estos desmentidos hayan sido provocados por su artículo y, por otro lado, reiterándose en que existe verdaderamente una voluntad de “reforma de la reforma” litúrgica por parte de Benedicto XVI, como puede colegirse de sus escritos y de su trayectoria. No vamos aquí a discutir los argumentos del periodista; otros ya se han ocupado de ello. Lo que aquí nos interesa es dilucidar qué es lo que se entiende por la tan mentada “reforma de la reforma”.

Partamos del principio indiscutible de que la reforma litúrgica postconciliar, tal como salió de las oficinas del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia no coincide en muchos aspectos con lo que el Concilio Vaticano II quiso. Hay una discontinuidad evidente entre el texto de la constitución Sacrosanctum Concilium y las realizaciones concretas de la reforma, que, además, se aplicaron de manera tal que dieron origen a innumerables abusos, fuente de escándalo para los fieles y de los cuales ya fue consciente el mismo Pablo VI si hemos de creer al cardenal Virgilio Noé (Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias entre 1970 y 1982), que declaró que cuando el papa Montini habló del “humo de Satanás” en la Iglesia (29 de junio de 1972) se refería precisamente a dichos abusos. Juan Pablo II también se refirió al tema en la carta apostólica Dominicae Coenae del Jueves Santo de 1980, pidiendo perdón “por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento” (n. 12). Y habló nuevamente de ello en la carta apostólica Vicesimus Quintus annus de 1989. Por su parte, el entonces cardenal Ratzinger escribía en 1981: “Cierta liturgia posconciliar se ha hecho de tal modo opaca y enojosa por su mal gusto y mediocridad, que produce escalofríos” (Das Fest des Glaubens, p. 88).

Existe, pues, un problema litúrgico que no debe soslayarse, tanto más cuanto que, de un modo general, puede decirse que no se han producido los frutos esperados de la reforma litúrgica postconciliar sino todo lo contrario: la disminución brusca de la práctica religiosa, especialmente de la frecuencia dominical y festiva, y el desinterés cada vez mayor de los fieles en la liturgia (cuyo estudio y cultivo ha ido quedando relegado a los especialistas que copan los centros de pastoral litúrgica). Cierto es que existen factores concomitantes que han contribuido a estos efectos: la secularización, la pérdida del sentido católico de las cosas, la formación deficiente, etc. Pero es curioso o, mejor dicho, significativo que precisamente allí donde se han continuado o se han retomado las celebraciones conforme a los libros litúrgicos precedentes a la reforma postconciliar, se dan los efectos contrarios: mayor y creciente afluencia de fieles y ansia por conocer y profundizar en los ritos venerables de la tradición litúrgica. Desde que hace dos años salió el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI, se han multiplicado prodigiosamente las publicaciones, los seminarios, y los foros de toda clase que se ocupan de liturgia hasta el punto que podríamos hablar de un nuevo movimiento litúrgico, semejante al que en el siglo XIX, iniciado por Dom Guéranger, contribuyó poderosamente al redescubrimiento de los tesoros del culto católico.

Pero, ¿cuál es la raíz del problema? ¿Es la reforma en sí? ¿Son los abusos que han adulterado la reforma? Vamos a circunscribir la cuestión a la liturgia de la misa, que es el centro y el termómetro de la vida católica. Para muchos, el rito mismo promulgado por Pablo VI en 1969 –el llamado Novus Ordo Missae, hoy conocido como “uso ordinario” del rito romano– es el responsable de la situación de crisis litúrgica y eclesial que se ha venido manifestando en los últimos cuarenta años. Ya desde el momento en que fue sancionado fue objeto de reservas por parte de un sector del catolicismo. Los cardenales Ottaviani y Bacci, como se recordará, enviaron al papa Montini una carta, en la que aseguraban que la nueva misa “se aleja considerablemente, en conjunto y en detalle, de la teología católica de la Misa, tal como fue formulada en la XX sesión del Concilio de Trento, el cual, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera menoscabar la integridad del Misterio”. Para probar este aserto adjuntaban un Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae, elaborado por un conjunto de teólogos y que resultaba demoledor del rito fabricado por el Consilium presidido por Annibale Bugnini. Como respuesta, Pablo VI modificó varios pasajes controvertidos de la Institutio Generalis de su misal, pero no tocó el ordinario de la misa.

Monseñor Lefebvre, que se constituyó en el principal jerarca defensor de la misa tradicional, juzgaba que el Novus Ordo era, por lo menos, ambiguo, susceptible de una interpretación católica pero también de una interpretación protestante, lo que podía provocar una disminución de la fe católica en los fieles. No obstante, nunca desaconsejó la asistencia a la misa celebrada según el misal moderno, a condición de que lo fuera por un sacerdote que ofreciera garantías de ortodoxia. Otros iban más allá y sostenían –y continúan sosteniendo– que el rito nuevo de la misa es herético e inválido. Entre ellos se encuentran los sedevacantistas y los sectores extremistas del tradicionalismo, que afirman claramente que es preferible abstenerse de la misa que asistir a una celebrada según el Novus Ordo. Contra esta postura se alzó Michael Davies, que fuera presidente de la Federación Internacional Una Voce, el cual declaró que negar la validez de la misa de Pablo VI era negar la indefectibilidad de la Iglesia, la cual –en esa hipótesis– habría privado a los fieles durante décadas del principal y más importante medio de santificación. Digamos que el Novus Ordo Missae es un rito ortodoxo y que no contiene ningún error, aunque expresa menos inequívocamente que el rito tradicional la fe católica en la Eucaristía. Hay que reconocer, sin embargo, que allí donde es celebrado de manera digna, solemne y con perfecto arreglo a sus rúbricas, se está ante una misa católica, capaz de producir frutos de santidad. Ejemplos tenemos en las celebraciones de la capilla papal en Roma y la misa dominical y festiva del Oratorio de Londres (el Brompton Oratory, en la foto). Desgraciadamente, también es verdad que se trata de casos que constituyen minoría en la práctica.

Ahora bien, el Novus Ordo es también objeto de adulteraciones y abusos en nombre de la creatividad y también es utilizado en contextos en los que es lícito dudar ya no sólo de la ortodoxia, sino incluso de la validez de la celebración. En no pocos casos la duda se convierte lamentablemente en certeza porque hay sacerdotes que ya no tienen la fe católica y están completamente protestantizados. Ciertamente la fe no es un requisito indispensable para consagrar, sino la intención del celebrante, que puede ser la de hacer lo que hace la Iglesia. Pero a medida que se abandona la ortodoxia y se pierde la fe puede suceder que ya no se forme la recta intención que debe haber para realizar el sacrificio de la misa y administrar los sacramentos válidamente. Podemos hablar también de las misas en las que se introducen elementos profanos y en las que las rúbricas son despreciadas y substituidas por la originalidad del que oficia. Misas en las que se llega a la franca irreverencia y hasta al sacrilegio, en las que es imposible rastrear el mínimo indicio de fe católica. De esto hay documentados demasiados ejemplos. Además, como hemos visto antes, los Papas han reconocido y deplorado la existencia de tales abusos y excesos.

De cuanto llevamos dicho podemos afirmar que el Novus Ordo, en sí mismo católico y aceptable (garantizado por los Papas), constituye, empero, un claro empobrecimiento y una ruptura de continuidad respecto del rito anterior. Ahora bien, si se considera que en la liturgia –como en la teología– se da una evolución homogénea tendiente siempre a una mayor explicitación y una mejor comprensión de los dogmas eucarísticos, la misa romana moderna significa un retroceso, tanto más peligroso cuanto que se produce precisamente en un tiempo de contestación, cuando más falta hace reafirmar la fe en tales dogmas. De otro lado, la manera como se impuso oficiosamente, contraponiéndola a la misa tradicional e intentando proscribir ésta como si se tratara de ritos incompatibles que no podían coexistir, reforzó la idea de que había cambiado la doctrina de la misa y dio pábulo a los innovadores para hacer de ella mangas y capirotes. En pocas palabras, el Novus Ordo, aunque no es la causa del problema litúrgico, sí fue la ocasión para que éste surgiera, debido a los abusos a los que dieron lugar su torpe aplicación y las malas interpretaciones de las que fue objeto. El hecho, por ejemplo, de que el celebrante pueda escoger varias fórmulas dentro del mismo rito (la multiplicación de los ad libitum) y componer su propia celebración llevó a muchos a creer que tenían derecho a desplegar su particular creatividad y empezaron a introducir cosas de su propia cosecha y suprimir o adulterar rúbricas.

Otro dato importante a tener en cuenta es la coincidencia de la aplicación concreta del Novus Ordo Missae en los años Setenta del siglo XX con los procesos históricos que llevaron al triunfo de la reforma protestante, especialmente en Alemania e Inglaterra en el siglo XVI. También entonces fueron eliminados el latín y el canto gregoriano; los altares, substituidos por mesas que permitían la celebración versus populum; la devoción a la Virgen y a los Santos minimizada cuando no suprimida; equiparada la parte didáctica de la misa a la parte del “memorial” (aquí ya no había sacrificio propiciatorio), descartados los reclinatorios y los comulgatorios… En época postconciliar se prefería arrinconar el sagrario a un lado del presbiterio o trasladarlo a una capilla lateral; cuatro siglos atrás, Lutero y Cranmer ya habían desterrado los tabernáculos porque no creían en la Presencia Real. Había parentescos alarmantes entre la Formula Missae del heresiarca de Eisleben, el Book of Common Prayer del arzobispo apóstata de Canterbury y el rito pergeñado por el Consilium de Bugnini (al menos en algunas de las variantes que puede adoptar). Naturalmente, los católicos que habían nacido y crecido en países de mayoría o de importante presencia protestante no pudieron por menos de alarmarse ante las similitudes que notaban en la nueva misa que les venía de Roma, como lo atestigua el escritor y académico Julien Green, convertido del protestantismo, el cual no pudo evitar su estupor al asistir por primera vez a una celebración del Novus Ordo. Esto explica, dicho sea de paso, por qué el movimiento a favor de la liturgia antigua surgió precisamente en tales países. Por supuesto, sigue tratándose de una circunstancia extrínseca al rito mismo y que no compromete la fundamental ortodoxia y validez de éste en un contexto plenamente católico, pero no puede soslayarse el hecho de que podría ser manipulado en un sentido herético y utilizado por un ministro protestante sin el menor escrúpulo de conciencia, siendo así que jamás se le ocurriría hacer lo mismo con el rito tridentino.

Cuanto llevamos dicho nos lleva a la conclusión de que es necesaria una “reforma de la reforma” litúrgica, que debe ir más allá de simples retoques que, por muy importantes que sean, no dejan se de ser adjetivos. Así por ejemplo, los cinco puntos señalados por el diario italiano Il Giornale (y recogidos por La Buhardilla de Jerónimo) , siendo importantes, no constituyen, en nuestra modesta opinión, una “reforma de la reforma”, pues basta que se celebre la misa de rito romano ordinario con arreglo a las rúbricas y con unción para verlos cumplidos. Repasémoslos: 1. La creatividad puede frenarse ciñéndose a los textos a disposición por el Ordo Missae. 2. La publicación de misales bilingües (suponemos que para uso de los fieles) se puede llevar a cabo perfectamente (esto depende de las conferencias episcopales y los editores litúrgicos). 3. Según la propia Institutio Generalis del Misal Romano nuevo, la forma normal de la comunión de los fieles es en la boca, siendo la comunión en la mano una concesión extraordinaria (que puede ser revocada sin que ello afecte el rito mismo de la misa). 4. La celebración en latín en las grandes solemnidades es perfectamente posible ya ahora (otra cosa es que lo quieran los obispos). De hecho las misas papales en la Basílica Vaticana son normalmente en latín. 5. La dirección del celebrante y el pueblo ad Orientem es posible según el misal de Pablo VI, incluso cuando la edición típica de 2002 dice que conviene (“expedit”) la otra (el Papa y muchos prelados y sacerdotes ya han dado ejemplo).


Quizás estos puntos hay que ponerlos en relación con la voluntad de Benedicto XVI –expresada en la Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum– al hablar del mutuo enriquecimiento de las dos formas del rito romano: “En la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI se podrá manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo. La garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal”. Pero esto no es aún la “reforma de la reforma”, sino simplemente explicitar todas las potencialidades de sacralidad y de reverencia del rito romano moderno en un contexto plenamente católico, lo que, como ya se ha dicho se hace desde hace tiempo en algunos lugares. La verdadera y efectiva “reforma de la reforma” pasa por la adecuación del Novus Ordo Missae al espíritu de la constitución conciliar sobre Sagrada Liturgia, la Sacrosanctum Concilium, que hizo suyas las enseñanzas del gran Pío XII, cuya encíclica Mediator Dei de 1947 basta para hacerle acreedor del título de Doctor Liturgicus. Hay que leer aquélla a la luz de ésta y sacar las consecuencias prácticas, o sea: atreverse a reelaborar el rito romano ordinario de la misa para que, sin renunciar a sus indudables aportes positivos, se corrijan los elementos que, sin ser en sí negativos, no expresan suficiente e inequívocamente la fe católica en la Eucaristía.

Por supuesto que la Iglesia tiene sus expertos liturgistas, pero, gracias a Dios, el Concilio Vaticano II potenció la participación más activa de los laicos en la vida de la Iglesia. A este título nos atrevemos a presentar nuestras ideas. Pensamos que tendría que reflexionarse también sobre el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae, cuyas objeciones nunca fueron refutadas por Roma y, en cambio, alguna mella debieron hacer en la mente de Pablo VI, que –como queda dicho– se sintió obligado a modificar la Institutio Generalis de su misal. Basándonos en su lectura, tres son las principales medidas que podrían adoptarse para reformar el texto de la misa moderna. La primera: una parte introductoria más elaborada, dando importancia al acto penitencial (se debería subrayar el hecho de la purificación antes de participar en los sagrados misterios y restaurar la obligatoriedad del Confíteor). Es penoso, a veces, ver cómo se despacha esta parte en menos de un par de minutos, como de pasada, y esto escogiendo las fórmulas opcionales, es decir en conformidad con el misal. La segunda: substituir el actual rito de presentación de las ofrendas por un verdadero ofertorio, que muestre claramente que de lo que se trata es de preparar a la víctima para el sacrificio. La actual bendición de las ofrendas no expresa suficientemente la finalidad de éstas, que es la inmolación de Jesucristo por medio de la doble consagración del pan y del vino. La tercera: la supresión de la mayoría de plegarias eucarísticas, algunas de las cuales parecen simplemente la narración de un hecho pasado, pero que no se reproduce real y verdaderamente en la misa. El canon romano íntegro (con todas las intercesiones) y la cuarta plegaria actual (que ilustra la economía de la salvación) podrían quedar como alternativas.

Entre los elementos positivos, podemos consignar la mayor variedad de lecturas, con el salmo intercalar, que puede favorecer un mayor conocimiento de la Sagrada Escritura, pero se podría intentar coordinar las perícopas (como el calendario) con el rito clásico. La plegaria universal de los fieles nos parece también una buena adquisición, siempre que no se preste (como ha sucedido en alguna ocasión a manipulaciones politizantes o de cierto activismo contestatario). En ella se podrían expresar las intenciones del Papa, del Obispo del lugar y también las de los fieles oferentes. Es, además, cosa muy oportuna en caso de calamidades públicas. La mayor variedad de prefacios es asimismo una riqueza que puede ayudar a penetrar en el misterio que se celebra. En cuanto a la disposición de la celebración, el rito introductorio se llevaría a cabo al pie del altar; la Liturgia de la Palabra, desde la sede, y la Liturgia de la Eucaristía (que podría llamarse mejor “Liturgia del Sacrificio”), en el altar ad orientem. Podría volverse a la sede –como se hace ahora– después de la comunión, para unos momentos de acción de gracias y para la oración final, pero la bendición debería darse desde el medio del altar. El sagrario o tabernáculo podría perfectamente volver a ocupar su posición central, que no debería ser usurpada por la sede (que se colocaría a un lado del presbiterio). No habría inconveniente en que el altar estuviera separado del muro (cosa que ya permitía el misal de 1962). Y esto por dos razones: para poder incensarlo rodeándolo por completo y para evitar la impresión de ser una simple peana del retablo (en el caso que lo hubiere), siendo como es un símbolo de Cristo. Por supuesto, la comunión se distribuiría en la boca de los fieles, aboliéndose, de una vez por todas, la comunión en la mano.


Pero la “reforma de la reforma” no se detendría aquí. El Papa ha manifestado, en el motu proprio Summorum Pontificum, su voluntad de que los dos usos del rito romano de enriquezcan mutuamente y ha señalado, de momento, dos maneras concretas por las que el Misal Romano clásico se puede beneficiar del moderno, a saber: la incorporación de santos recientemente canonizados (cosa que, por otra parte, se ha venido haciendo desde 1570 cada cierto tiempo, según procedían las canonizaciones y de acuerdo con la relevancia del santo) y la adopción de algunos de los nuevos prefacios del Misal de Pablo VI (también los Papas fueron incorporando nuevos prefacios en el Misal romano clásico a través de los siglos). En otra ocasión ya propusimos la adopción de cuatro prefacios concedidos pro aliquibus locis y publicados en el apéndice de la edición Pustet de 1963 del Missale Romanum del beato Juan XXIII (es decir, justo antes de las primeras reformas). Nos referíamos al hecho de la falta de prefacios propios para ciertos tiempos litúrgicos (Adviento, Septuagésima), misterios (la Eucaristía), ocasiones (la Dedicación de Iglesias), categorías de santos (santos patronos, papas, obispos, mártires, confesores, santas mujeres). Hay que decir que la inclusión de nuevos prefacios en el rito clásico ya fue contemplada por la Comisión Cardenalicia de 1986 (http://la-buhardilla-de-jeronimo.blogspot.com/2008/10/la-comisin-cardenalicia-de-1986.html).

Hay que comprender y tener bien claro algo que ya hemos afirmado y en lo que nos ratificamos: la liturgia es algo vivo; no es un fósil ni ha quedado congelada en un determinado estadio. Si se compara la edición princeps del Misal de San Pío V con la edición típica del Misal del beato Juan XXIII se advierte que no son idénticos y que ha habido un claro enriquecimiento. No debemos, pues, asustarnos de que se ponga en práctica una saludable “reforma de la reforma”. Esperamos, por supuesto, que ella venga de Benedicto XVI, papa providencial en muchos aspectos, pero sobre todo en el litúrgico, en el que, siendo cardenal, ya fue profeta. Y también con la colaboración del cardenal Cañizares, como prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, que nos daría así un motivo de legítimo orgullo a los católicos españoles. Pero todo a su tiempo y cuando Dios disponga.



¡Ellos son la esperanza!

miércoles, 19 de agosto de 2009

Breve historia de la FIUV (III)


Primeros pasos hacia la
liberalización de la liturgia clásica

La iniciativa del Dr. Eric de Saventhem de organizar un sondeo en Alemania sobre el “problema” de la misa tridentina desacreditó, como vimos, los resultados de la encuesta del cardenal Knox (foto), presentados por la Congregación para el Culto Divino, de acuerdo con los cuales se concluía de modo triunfalista que “la liturgia renovada [la de la reforma postconciliar] es apreciada en el mundo entero” y “si es verdad que existe una minoría, a menudo muy activa, que propaga sus ideas y busca imponer su propia práctica litúrgica, hay una enorme mayoría silenciosa satisfecha con la liturgia renovada”. De ahí que se afirmara que el problema no era de toda la Iglesia, como ya se dijo. Pero esto, al menos para Alemania quedaba demostrado que no era verdad. Pero tampoco para Francia, donde los lugares de culto tradicional se multiplicaban a ojos vista, ni para el Reino Unido, donde Pablo VI se había creído obligado a otorgar un indulto en 1971. Louis Salleron, amigo de la FIUV, escribió, por su parte, un análisis demoledor de lo publicado en Notitiae, que apareció –bajo el título de “L'enquête du cardinal Knox sur le latin et la messe tridentine”– en la revista Itinéraires (nº 252 de 1982).

Es interesante detenerse en unas cuentas consideraciones sobre lo aseverado por la Congregación para el Culto Divino. Que la liturgia renovada fuera “apreciada en el mundo entero” era algo de lo que cabía razonablemente dudar, dado que precisamente en muchos países había surgido espontáneamente una corriente en defensa del antiguo rito ante las novedades que incluso ya antes de la reforma se habían ido insinuando e introduciendo. Es muy significativo que de todas las reformas postconciliares fue justo la litúrgica la que más resistencia halló de parte de sacerdotes y fieles, la mayoría de los cuales fueron reducidos a su acatamiento bajo el chantaje de la obediencia. Se podía decir en todo caso, que la liturgia renovada se había impuesto en el mundo entero (y no ciertamente por una libre aceptación). Que existiera “una minoría muy activa” a favor de la misa tradicional es verdad, pero era una minoría que daba voz a muchos más católicos que no tenían la posibilidad, el coraje o el empuje para organizarse y se resignaban a obedecer.

No es cierto, por otra parte, que esa minoría activa buscase “imponer su propia práctica litúrgica”: por lo que a la FIUV y a otros grupos se refiere se trataba de salvar la práctica litúrgica antigua de la total desaparición. ¿Cómo se podía pretender imponer nada en un contexto en el que la simple celebración de la misa tridentina se hallaba prácticamente proscrita, era vista como un símbolo de rebeldía y duramente perseguida por parte de los obispos? Sólo una parte extremista de los defensores de la liturgia tradicional negaba la ortodoxia de la misa de Pablo VI y proponía su supresión. No era desde luego la postura de la FIUV (el Dr. de Saventhem siempre reclamó la igualdad de derechos), ni de Monseñor Lefebvre, quien en un sermón de 1970, acerca de la disyuntiva entre la misa tradicional y la nueva, afirmó: “Si no hay posibilidad de elección y el que celebra la misa según el Novus Ordo es un sacerdote digno y piadoso, no debe uno abstenerse de asistir a la misa” (lo que en 1984 repitió en Lima, en el curso de una conferencia organizada por el Dr. Julio Vargas-Prada y Peirano).

El boletín Notitiae decía que había “una enorme mayoría silenciosa satisfecha con la liturgia renovada”. Mayoría e inmensa sí, y también silenciosa, pero en modo alguno satisfecha. De hecho, la práctica religiosa (misa dominical y festiva, confesión y comunión) disminuyó abruptamente coincidiendo con la aplicación de la reforma postconciliar. Para muchos, pues, la liturgia renovada les era ya indiferente cuando no disgustosa. Otros quizás preferían la antigua, pero se plegaban a lo que se mandaba desde arriba. Otros, en fin, realmente se sentirían satisfechos de la reforma, pero no eran –ni mucho menos– la enorme mayoría. Y ello era así porque la nueva liturgia fue desde el principio un asunto llevado a nivel de expertos y de funcionarios, ajena al sentir y a las necesidades reales del Pueblo de Dios. La conclusión de que el de la misa tridentina y el latín “no era un problema de toda la Iglesia” era una falacia. El problema existía (porque de otra manera no habría habido necesidad de una encuesta dirigida a todos los obispos); otra cosa es que fuera percibido como tal problema. Pero un problema, aunque sea percibido sólo por una minoría o aun no sea percibido en absoluto, sigue siendo un problema, puede tener alcance universal y exige una solución.

Juan Pablo II era consciente, como vimos, de los innumerables abusos litúrgicos que se habían introducido por obra de esas “creatividades desentonadas” denunciadas por su predecesor Juan Pablo I en su homilía del 23 de septiembre de 1978 (pocos días antes de morir). A ellas atribuía el malestar de muchos católicos, que preferían acogerse a la seguridad del rito tradicional. Desde luego, la “encuesta Knox” no tuvo mucho valor para él cuando en 1984 aprobó el que es conocido como “indulto de las dos Teresas”: la carta Quattuor abhinc annos de la Congregación para el Culto Divino (dada el 3 de octubre, festividad de Santa Teresa de Lisieux, y publicada el 15 de octubre, festividad de Santa Teresa de Ávila). El propio texto, haciendo alusión al sondeo de 1980, admitía que el problema (que se suponía no era de toda la Iglesia) “persiste” y daba unas directivas a los presidentes de todas las conferencias episcopales para permitir la celebración de la misa tridentina bajo ciertas condiciones (muy restrictivas e injustas, por cierto). Se puede decir sin temor a exagerar que la inmediata reacción del Dr. de Saventhem y de la FIUV a la “encuesta Knox” influyó de alguna manera en el ánimo del papa Wojtyla cuando decidió la primera medida liberalizadora de la misa tridentina.

El indulto de 1984 fue un paso importante, aunque muy limitado, hacia la normalización de la liturgia romana clásica. La celebración de la misa según el Misal Romano de 1962 era presentada como un privilegio (es decir, una exención de la ley) que debía ser solicitado al obispo diocesano, el cual podía concederlo sólo a favor de los sacerdotes y grupos interesados (es decir, con exclusión de los demás fieles católicos) y fuera de las iglesias parroquiales (es decir, de la normal vida religiosa). El cardenal Paul Augustin Mayer, prefecto de la congregación para el Culto Divino (sucesor del cardenal Casoria, precedido por el cardenal Knox en el cargo), pidió en 1985 al Dr. de Saventhem que elaborara un informe sobre la aplicación de Quattuor abhinc annos en todo el mundo en el primer año de su vigencia (los obispos tenían que dar cuenta en ese plazo de las concesiones hechas por ellos). Este encargo al presidente internacional de UNA VOCE constituía un reconocimiento de esta organización, presente ya en muchos países y cuyo criterio se consideraba fiable. La tarea era ingente y requirió muchos meses recopilando y ordenando los datos proporcionados por las diferentes asociaciones nacionales, y obtenidos directamente de la abundante correspondencia que recibía de todo el mundo el Dr. de Saventhem, considerado como un importante dirigente tradicionalista.

Cuando el cardenal Mayer tuvo en sus manos el informe solicitado comprobó que el indulto tenía muy escasa efectividad y no por falta de peticiones por parte de sacerdotes y grupos de fieles, sino por la negativa de los obispos, que se mostraban draconianos a la hora de acogerlas. Pidió, pues, al Papa la convocatoria de una comisión cardenalicia ad hoc que evaluara la aplicación de la carta Quattuor abhinc annos y propusiera las enmiendas que se considerara oportunas para subsanar sus eventuales deficiencias. Juan Pablo II constituyó dicha comisión, de la que formaron parte ocho cardenales: el propio Paul Augustin Mayer, Agostino Casaroli, Bernardin Gantin, Joseph Ratzinger, William Wakefield Baum, Edouard Gagnon, Alfons Maria Stickler y Antonio Innocenti. Su existencia fue considerada por el Papa como un asunto reservado, sin duda para evitar polémicas que pudiesen interferir en el trabajo de sus miembros. El cardenal Mayer invitó a Eric de Saventhem a presentar propuestas de nuevas normas para regular el uso del Misal Romano de 1962, las cuales serían sometidas a la consideración de la comisión cardenalicia. El presidente de la FIUV insistió principalmente en el punto que siempre había defendido: la paridad de derecho del rito romano tradicional con los demás ritos legítimamente establecidos en la Iglesia.

En diciembre de 1986, los cardenales sometieron al Papa el fruto de su trabajo, en forma de una serie de normas que el Dr. de Saventhem consignaría más tarde en una carta al entonces monseñor (y futuro cardenal) Giovanni Battista Ré de fecha 24 de mayo de 1994 (dada a conocer públicamente sólo en 1998) y que se puede resumir de esta manera: en toda localidad importante del mundo católico debería celebrarse cada domingo por lo menos una misa en latín, teniendo el sacerdote la facultad de elegir libremente el rito tradicional (Misal Romano de 1962) o el Novus Ordo (Misal Romano de 1970), y teniendo especial cuidado en no mezclar los dos ritos. Este dictamen mostraba claramente cómo las aspiraciones de la FIUV habían sido tenidas en cuenta por la comisión cardenalicia. Sin embargo, las “normas de 1986” no tuvieron valor legislativo, sino sólo de referencia y orientativo de las futuras decisiones que el Santo Padre estaba pensando tomar para mejorar el indulto de 1984. Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron en 1988, cuando, fracasando el intento de atraer a la plena legalidad canónica a la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X (considerada oficialmente como suprimida), Monseñor Lefebvre procedió a consagrar obispos sin mandato apostólico a cuatro de sus sacerdotes, lo que les valió la excomunión latae sententiae prevista para casos como éste.

El 2 de julio de 1988, Juan Pablo II instituía la Pontificia Comisión Ecclesia Dei en virtud del motu proprio homónimo, en el cual se instaba a los obispos a una “amplia y generosa aplicación” del indulto de 1984. Sin embargo, es de notar que el lenguaje empleado en el documento tenía connotaciones novedosas respecto de la carta de cuatro años atrás. Como más tarde señalaría el cardenal Mayer, el Papa hablaba en términos de auctoritas (legitimidad) y thesaurus (riqueza) al referirse a “la diversidad de carismas y tradiciones de espiritualidad y de apostolado” (por lo tanto, también del rito contenido en el Misal Romano de 1962). Asimismo se colegía de las palabras del Pontífice que el deseo de celebrar y asistir a la misa celebrada con ese misal era una “justa aspiración”. Presidente del nuevo dicasterio romano fue nombrado el propio cardenal Mayer, que dejó su cargo como prefecto de la Congregación para el Culto Divino (en el que fue sucedido por el cardenal Eduardo Martínez Somalo). Un prelado luxemburgués, monseñor Camille Perl, fue nombrado secretario y entre los consultores se encontraron el hoy cardenal secretario de Estado Tarsicio Bertone y monseñor Pere Tena Garriga, subsecretario de la Congregación para el Culto Divino y antiguo colaborador de Annibale Bugnini, el artífice de la reforma litúrgica postconciliar.

La FIUV, a través de su presidente y de la esposa de éste, fue reconocida desde el principio por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei como un interlocutor válido, que daba voz a una buena parte de “fieles católicos que se sienten vinculados a algunas precedentes formas litúrgicas y disciplinares de la tradición latina”, pero que nunca se habían apartado de la plena comunión eclesial (por lo que no tenían necesidad de volver a ella). UNA VOCE representaba y sigue representando la opción de la tradición dentro del contexto de la normal vida de la Iglesia. El matrimonio de Saventhem fue recibido en numerosas ocasiones por el presidente, los oficiales y asesores del dicasterio para tratar de los asuntos relacionados con la liturgia tradicional y la aplicación de las directivas papales referentes a la celebración según el Misal Romano de 1962. Es más, tuvieron también trato frecuente con los sucesivos prefectos de la Congregación para el Culto Divino. El cardenal Mayer siempre les manifestó una especial deferencia.

No se calibrará nunca en sus verdaderos alcances la lucha perseverante que mantuvieron a favor de la misa tridentina estos intrépidos esposos. Según el propio testimonio de Monseñor Tena (nada sospechoso de parcialidad a favor de la FIUV), nunca pudo reducirlos a aceptar el Novus Ordo en latín en substitución del rito precedente. El Dr. de Saventhem, acorde con la constitución conciliar sobre Sagrada Liturgia, siempre había defendido el aequo iure atque honore debido a todos los ritos legítimamente reconocidos en la Iglesia y el romano clásico era para él uno de ellos. Por otra parte, también fue un defensor de las “normas” de la comisión cardenalicia de 1986 (en parte sugeridas por él), que tuvo la satisfacción de ver puestas en práctica a través de los poderes dados personalmente por Juan Pablo II a la recién creada Pontificia Comisión Ecclesia Dei en audiencia al cardenal Mayer, el 18 de octubre de 1988. En efecto, la primera de las facultades otorgadas era: “Concedendi omnibus id petentibus usum Missalis Romani secundum editionem typica vim habentem anno 1962, et quidem iuxta normas iam a commissione Cardinalitia “ad hoc ipsum instituta” mense Decembri anno 1986 propositas, praemonito Episcopo dioecesano” (conceder a todos los que lo pidieren el uso del Misal Romano según la edición típica en vigor en 1962, y además según las normas propuestas en diciembre de 1986 por la comisión cardenalicia instituida ad hoc, siendo previamente advertido el obispo diocesano).

El cardenal Mayer (foto) fue un gran presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, sincera y personalmente involucrado en la cuestión de la misa y de la liturgia romana clásica en general. También fue –y sigue siendo a sus 98 años– un buen amigo de la FIUV. Bajo su mandato se aprobó la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro (FSSP) como sociedad apostólica de derecho pontificio y fue erigido en abadía el monasterio benedictino de Santa María Magdalena del Barroux, la fundación de Dom Gerard Calvet, a quien el mismo presidente de Ecclesia Dei –monje benedictino– confirió la bendición abacial. En este período se hizo mucho por favorecer las concesiones de la celebración según el Misal Romano de 1962, llegando a afirmar el cardenal que “ahora los fieles tienen derecho a la misa tradicional” (Carta a la Sociedad Ecclesia Dei de Australia de 11 de mayo de 1990), puesto que aunque “ninguno ciertamente tiene derecho de adquisición de un privilegio, una vez el privilegio es debidamente concedido, el sujeto tiene realmente el derecho de beneficiarse de él”. Pero en 1991, al cumplir los 80 años de edad, el cardenal Mayer hubo de retirarse por imperativo canónico, siendo sucedido en la presidencia de Ecclesia Dei por el cardenal Antonio Innocenti, de un talante muy diferente.

El cardenal Innocenti no estaba particularmente interesado en la liturgia tradicional, lo cual favorecía la tendencia de un sector de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei para el cual todo era cuestión de una progresiva asimilación por los tradicionalistas de la liturgia renovada, sin traumas y sin escándalos. Había, sí, que eliminar los abusos que hacían a ésta poco o nada atractiva para aquéllos, pero debía seguir siendo el ideal al cual tender. Podía concederse la celebración según el Misal Romano de 1962 como un modo de atraer a los remisos, pero debía írselos acostumbrando a aceptar paulatinamente la reforma litúrgica. Por eso se comenzó a proponer la adopción del Ordo de 1965 en lugar de la edición típica de 1962 del Misal Romano y la introducción de la lengua vernácula tal y como se había dispuesto en la Instrucción de 1967, pasos que, como se recordará, precedieron a la missa normativa presentada al Sínodo de los Obispos de 1967 y al Novus Ordo de Pablo VI. Se dio un auténtico frenazo a la política de apertura y comprensión del cardenal Mayer, al punto que el Dr. de Saventhem creyó necesario dirigir al Papa, el 13 de octubre de 1993, un escrito formal en el que le presentaba un cuidadoso análisis de las concesiones de la misa tradicional allí donde se la solicitaba (concesiones que continuaban siendo restrictivas y de las que se inhibía Ecclesia Dei) y le dirigía una petición para que se cumpliera cabalmente la letra y el espíritu del motu proprio de 1988. Fue su última intervención al frente de la FIUV, pues a finales de ese mismo año era sucedido en la presidencia por Michael Davies.

Los esposos de Saventhem con Michael Davies:
una sucesión natural

viernes, 7 de agosto de 2009

Breve historia de la FIUV (II)


Años salvajes y heroicos

La imposición de la reforma litúrgica postconciliar fue un reto para la flamante organización de UNA VOCE. A principios de los años Setenta un antiguo arzobispo misionero francés iniciaba su batalla particular para preservar la tradición litúrgica romana y la antigua disciplina de la Iglesia: monseñor Marcel Lefebvre (1905-1991), que miró desde el principio con simpatía la iniciativa de aquellos laicos que se habían reunido en la primavera de 1966, bajo sus auspicios, en el Pontificio Seminario Francés de Roma gracias a la acogida del rector R.P. Roland Barq, C.S.Sp. Recuérdese que monseñor Lefebvre había sido hasta 1968 Superior General de los Misioneros del Espíritu Santo (Padres Blancos), en cuya condición había participado en el Vaticano II como padre conciliar. Es de aquella reunión romana (a la que habían asistido Eric de Saventhem y su esposa la condesa Elisabeth von Plettenberg, Albert Tinz, Elisabeth von Gerstner, Simone Wallon y Jacques Dhaussy, actual presidente honorario de la FIUV) de la que había surgido la idea de fundar la federación internacional (que, como se ha visto anteriormente, se llevó a cabo en 1967).

La FIUV apenas fundada (1967)

El primer consejo ejecutivo de la FIUV estuvo formado por el Dr. Eric Vehrmeren de Saventhem (presidente); el duque Filippo Caffarelli, embajador de la Soberana Orden de Malta, y el Dr. Kenworthy-Browne (vice-presidentes), Paul Poitevin (secretario); Jacques Dhaussy (tesorero); y el prof. Guerino Pacitti, N. Shwarzer y Carl Weinrich (vocales). Para 1970, cuando tuvo lugar la tercera asamblea general, ya eran catorce las asociaciones nacionales: Alemania, Austria, Bélgica, Canadá, Escocia, España, Francia, Inglaterra y Gales, Italia, Noruega, Nueva Zelanda, Países Bajos, Portugal y Uruguay. Ya se ha consignado cómo, gracias a la asociación inglesa (The Latin Mass Society) la misa no fue completamente proscrita, pero la defensa de la llamada “misa tridentina” en el resto del orbe católico fue dura.

Los que podemos llamar “años salvajes” del post-concilio (la década que va de 1970 a 1980) constituyeron la época heroica de UNA VOCE, que tuvo que luchar prácticamente sola (al menos en la primera mitad de los Setenta) contra la imposición arbitraria del Novus Ordo Missae y contra los graves e incontables abusos litúrgicos que se produjeron a vista y paciencia (y, a veces, hasta con la anuencia) de los obispos. El hecho de que numerosas personalidades del mundo cultural y artístico adhirieran a las iniciativas del movimiento a favor de la liturgia latino-gregoriana dio pretexto a que muchos de sus adversarios lo acusaran de diletantismo y desviaran así la atención del verdadero motivo de la resistencia a los cambios indiscriminados: la ambigüedad del rito de la misa, que lo hacía susceptible de una interpretación católica o protestante según se mirase, tal y como demostraban en sus escritos intelectuales católicos de la talla de Fabio Vidigal Xavier de Silveira, Louis Salleron y Jean Madiran.

A través de sus boletines, las distintas asociaciones documentaron la debacle litúrgica que se produjo entonces en el orbe católico y contribuyeron a divulgar los estudios más serios sobre sagrada liturgia. Curiosamente, UNA VOCE, con su paciente y difícil labor, dio cabal cumplimiento a uno de los propósitos del Vaticano II: el impulso del apostolado seglar en la Iglesia. Cuando la cuestión litúrgica saltó a la primera plana de la prensa internacional, gracias a la famosa “Misa de Lille” (29 de agosto de 1976) celebrada por monseñor Lefebvre, ya la federación llevaba prácticamente diez años de actividades. El mérito del que fue llamado “el arzobispo rebelde” fue atraer los focos de la actualidad sobre un problema que se venía arrastrando desde hacía años, lo cual provocó que la Jerarquía Católica ya no pudiese ignorarlo o silenciarlo. El triunfalismo de los fautores de la reforma litúrgica post-conciliar –triunfalismo que no reflejaba de ningún modo la realidad– quedaba así desacreditado de manera pública y dramática, aunque, como queda dicho, los seglares hubieran abierto el camino. Hay que decir que monseñor Lefebvre siempre simpatizó con UNA VOCE. De hecho, la asociación francesa organizó en cierta ocasión una visita al seminario de Ecône, siendo recibidos sus miembros muy afablemente por el ilustre arzobispo, a quien dedicaría una Apología en tres volúmenes el publicista galés Michael Davies.

Y ya que se le acaba de mencionar, ha llegado el momento de presentar al que sería el gran colaborador y sucesor del Dr. de Saventhem. Davies (1936-2004), era un convertido del anglicanismo, lo que le otorgaba un especial instinto para identificar las desviaciones protestantizantes de la reforma litúrgica postconciliar. Escrupuloso conocedor de la Historia en la mejor tradición de un Hilaire Belloc o un Christopher Dawson y con la agudeza de un Gilbert Keith Chesterton, se aplicó al estudio de la revolución religiosa que se operó en la Iglesia Católica en la segunda mitad del siglo XX, comparándola con la que tuvo lugar en Inglaterra y Gales en el siglo XVI. Fruto de ello fue su trilogía –ya clásica y de obligada referencia– llamada precisamente The Liturgical Revolution (La Revolución Litúrgica): Cranmer’s Godly Order (El ordo divino de Cranmer), Pope John’s Council (El Concilio del papa Juan) y Pope Paul’s New Mass (La nueva Misa del papa Pablo).

En ella demostró cómo el Concilio Vaticano II, ortodoxo en sus documentos, fue sembrado de “bombas de relojería” que se harían estallar convenientemente durante el período postconciliar mediante una interpretación rupturista con la Tradición de los textos conciliares para cambiar el culto católico y con él la teología y la visión de la Iglesia en un sentido modernista y ecumenista. Tal como sucedió en la Inglaterra de Enrique VIII y de Eduardo VI, el cambio postconciliar en la liturgia llevó al cambio en la fe y de ello se seguían consecuencias negativas: la galopante deserción de parte del clero y la progresiva disminución de la práctica religiosa entre los fieles. UNA VOCE había encontrado en Michael Davies a su gran teórico, tanto más valioso cuanto que se trataba de una persona ponderada y enemiga de los extremismos de otros tradicionalistas. Será célebre la controversia que mantuvo con el cingalés Rama Coomaraswamy, que sostenía la radical invalidez de todos los ritos salidos del Consilium. A esta postura extremista oponía Davies el argumento de la indefectibilidad de la Iglesia: en efecto, para él era impensable que Dios dejara sin la misa y sin sacramentos a toda la Iglesia durante décadas. La liturgia reformada era criticable, pero fundamentalmente válida, aunque algunas o muchas de sus realizaciones prácticas fueran de hecho inválidas.

Michael Davies (1936-2004)

Eric de Saventhem y Michael Davies (que se convirtió en su estrecho colaborador) coincidían en su común condición de conversos del protestantismo y se entendían perfectamente en todas las cuestiones planteadas por las reformas postconciliares. El presidente de la FIUV tampoco negaba por principio la validez del Misal de Pablo VI ni la potestad del Papa como supremo legislador en materia litúrgica; por eso siempre, por escrito y oralmente, pidió que se esclareciera si la voluntad del papa Montini al promulgar el Novus Ordo Missae había sido la de abrogar el Misal anterior. En 1976 recibió la ambigua respuesta del cardenal Benelli, sustituto de la Secretaría de Estado (y “eminencia gris” de Pablo VI), de que el Santo Padre “deseaba” que se celebrase el nuevo rito (o sea, se podía deducir que no había ninguna prohibición del plurisecular rito clásico, cosa que Benedicto XVI ratificaría de manera auténtica y definitiva décadas más tarde). En base a la convicción de su perfecta legitimidad, nunca dejó de insistir el Dr. de Saventhem en que se reconociera el Misal de 1962 (última edición típica de la liturgia tradicional de la misa antes de las mutilaciones conducentes a la reforma postconciliar) “aequo iure atque honore”, con igual derecho y honor que los demás ritos legítimamente establecidos en la Iglesia (según expresión de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium).

Mientras UNA VOCE se iba extendiendo poco a poco en el mundo, los obispos hacían oídos sordos a las demandas de sus feligreses. Los sacerdotes, fueran seculares o regulares, que deseaban continuar celebrando en paz la misa como lo habían hecho toda su vida fueron hostigados y relegados, cuando no doblegada su voluntad bajo pretexto de obediencia. A los más ancianos, considerados irrecuperables para la nueva liturgia, se les aisló para que nadie pudiera asistir a sus celebraciones. El tiempo hizo naturalmente el resto. Sin embargo, la resistencia católica no cejaba, aunque se manifestaba con mayor o menor vigor según los países. Es significativo que en aquellos donde el catolicismo había tenido que luchar para mantenerse (Francia), hacerse un lugar (Estados Unidos) o hasta sobrevivir (Alemania, Reino Unido) dicha resistencia era importante y consistente, mientras que en los que la Iglesia había gozado de una situación de ventaja o privilegio (España, Italia, Portugal e Hispanoamérica), era más débil. Y esto se reflejaba en las diferentes asociaciones de UNA VOCE. El caso de España es ilustrativo: en un país donde hasta los más conservadores obispos se desentendían totalmente de la cuestión de la misa y donde aún eran personajes influyentes social y políticamente, se acabó por abandonar la causa propiamente litúrgica para concentrarse en un simple interés filológico por el latín. A ello contribuyó también la falsa creencia que estaba en juego la autoridad del Papa (la que por entonces todavía era un pilar sagrado del catolicismo español).

Pablo VI, sin declarar nunca la abrogación del rito tradicional de la misa, se hizo cada vez menos proclive a permitir nuevas liberalizaciones del mismo, endurecido por la actitud de monseñor Lefebvre, que consideraba un desafío a su autoridad. Veía a la misa tridentina como una bandera enarbolada por el arzobispo como signo de su rebelión y esta impresión la agudizaban sus inmediatos colaboradores (especialmente su ceremoniero monseñor Virgilio Noè y su secretario monseñor John Magee, sucesor de Noè en la capilla papal), decididos partidarios de la reforma litúrgica. Juan Pablo II (tras el breve pontificado de Juan Pablo I, de quien se creía que se hubiese mostrado más flexible que su predecesor) se mostró desde principios de su pontificado sensible a las expectativas de los tradicionalistas. En su famosa carta Dominicae coenae de Jueves Santo de 1980 se leen estas palabras sin precedentes, que fueron la primera señal de que las cosas empezaban a cambiar:

“Llegando ya al término de mis reflexiones, quiero pedir perdón —en mi nombre y en el de todos vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado— por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el futuro se evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna manera, debilitar o desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros fieles”.

Ese mismo año de 1980, el Papa encomendó al cardenal James Robert Knox, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, que efectuara un sondeo sobre la cuestión de la misa tridentina para averiguar en qué medida los fieles la querían. El purpurado envió un cuestionario a todos los obispos residenciales del mundo, que, por supuesto, fue contestado por la gran mayoría sin haber consultado a los interesados (a aquellos mismos a los que se exhortaba tanto a participar activamente en la vida de la Iglesia). El resultado fue tal que el boletín de la congregación Notitiae, se despachó con la conclusión de que la misa tridentina “no es un problema de toda la Iglesia”. El Dr. De Saventhem encargó entonces al prestigioso Instituto Demoscópico Allensbach una investigación de campo en Alemania, la que dio resultados muy distintos de los que reflejaba la « encuesta Knox »: cinco millones de católicos alemanes de mostraban favorables a la restauración de la misa antigua, de los cuales un millón asistiría a ella si se celebrase regularmente. Este mentís a la manipulación de los obispos abrió el camino a los indultos del papa Wojtyla. (Continuará…)

miércoles, 5 de agosto de 2009

En el XXX aniversario de la muerte del cardenal Ottaviani (y IV). Biografía (última parte)


Padre conciliar

Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962 con un discurso en el que no dudó en fustigar a los que recelaban de los peligros que para ellos suponía la llamada civilización moderna, que temían que contagiase a la Iglesia: «En el cotidiano ejercicio de Nuestro pastoral ministerio, de cuando en cuando llegan a Nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida.... [...] Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente».

¿A quiénes se refería el Papa? Algunos vieron al cardenal Ottaviani como el principal blanco de estas palabras contundentes. Y es que en los últimos dos años se había ido produciendo un distanciamiento entre Roncalli y el que había sido su principal promotor en el cónclave de 1958. No ciertamente en cuestiones de fondo (Juan XXIII tenía plena confianza en el trabajo del Santo Oficio bajo la guía de su secretario, tanto que firmaba los decretos que éste le presentaba sin repasarlos), pero sí de actitud. El Pontífice era un optimista nato y demostró en no pocas ocasiones su ingenuidad respecto de situaciones y personas. Ottaviani, en cambio, siempre vigilante, no era entusiasta sobre la tendencia aperturista en materia política y religiosa que iba manifestándose. En el entorno papal era malquisto y ciertos personajes se encargaban de sembrar cizaña entre él y Juan XXIII, como el cardenal tuvo más de una ocasión de comprobar.

Ya desde las primeras reuniones en el aula conciliar se manifestó una clara división polarizada en dos alas: la tradicional de la Curia y la liberal del Rin (que abarcaba a los padres de Alemania, el Benelux y el Norte de Francia). En medio había una extensa franja de obispos que podría llamarse neutral, pero no por una equidistancia entre las dos posiciones enfrentadas (la mayoría era más bien conservadora), sino porque no sabían cómo actuar en una asamblea de la importancia y envergadura del Vaticano II. En el ala tradicional destacaban los cardenales Ottaviani, Siri, Browne y Ruffini, mientras el ala liberal estaba liderada por Frings, Suenens, Alfrink y Liénart. Aunque los liberales comenzaron siendo una minoría en el concilio, estaban muy bien organizados y contaban con la simpatía de una opinión pública inclinada a posiciones de vanguardia por influjo de los medios de comunicación. Así las cosas, decidieron tomar las riendas desde el principio.

Comenzaron por descartar las listas de los representantes de las distintas comisiones conciliares, exigiendo nuevas elecciones, que se llevaron a cabo y en las que, gracias a una campaña de propaganda bien orquestada dirigida a captarse a la mayoría neutral, lograron acaparar el 75% de los puestos. El segundo golpe fue el descarte de prácticamente todos los esquemas pacientemente elaborados por las comisiones pre-conciliares. Eran más de setenta documentos desechados sin más con la anuencia del mismo Papa que apenas unos días antes había afirmado que «tres años de laboriosa preparación, consagrados al examen más amplio y profundo de las modernas condiciones de la fe [...] Nos han aparecido como una primera señal y un primer don de gracias celestiales». Así, el fruto de esos tres años se quedaba en nada y el que había sido encomiado como el concilio mejor preparado de la Historia debía comenzar prácticamente de cero.


El león intrépido acosado

El único esquema que sobrevivió al general naufragio fue el de Sagrada Liturgia, el primero en ser propuesto a los padres conciliares y que dio lugar a las más ásperas discusiones entre los defensores de la continuidad y evolución homogénea del culto católico y los partidarios de las teorías del moderno movimiento litúrgico (muy distinto del que había fundado Dom Prosper Guéranger). El latín como lengua litúrgica fue motivo de una de las más ardientes batallas. El cardenal Ottaviani tomó la palabra el 30 de octubre de 1962 y se dirigió a los padres con verbo admonitorio sobre los drásticos cambios que se pretendía introducir en el ordinario de la misa: “¿Estamos acaso buscando suscitar maravilla o incluso quizás hasta escándalo entre el pueblo cristiano introduciendo cambios en un rito tan venerable y aprobado después de tantos siglos y que ahora nos es familiar? El rito de la Santa Misa no debe ser tratado como si fuera una prenda de vestir que deba ser remodelada según el gusto de cada generación”. Como refiere el P. Ralph Wiltgen en su libro The Rhin flows into the Tiber: “Hablando sin texto, debido a su parcial ceguera, excedió el límite de diez minutos que se había dicho a todos que se respetara. El cardenal Tisserant, decano de los presidentes del Concilio, mostró su reloj al cardenal Alfrink, que era quien presidía aquella mañana. Cuando el cardenal Ottaviani llegó a los quince minutos, el cardenal Alfrink hizo sonar la campanilla en señal de atención, pero el orador estaba tan enfrascado en su tema que no la oyó o hizo como que no la oía. A una señal del cardenal Alfrink, un técnico desconectó el micrófono. Después de comprobar que no funcionaba golpeándolo con los dedos, el cardenal Ottaviani, humillado, cayó pesadamente sobre su silla. El más poderoso cardenal de la Curia Romana había sido hecho callar”.

Otro episodio del que Ottaviani fue protagonista se desarrolló en torno al esquema llamado De las fuentes de la Revelación, que el secretario del Santo Oficio defendía con brío. El ala del Rin logró que una mayoría de los padres lo rechazaran, pero no se alcanzaron los dos tercios necesarios de votos para eliminar un esquema presentado con la autoridad del Papa. El cardenal Bea acudió a Juan XXIII y éste decidió retirarlo, nombrando una comisión bicúspide presidida por Ottaviani y Bea, para que se pusieran de acuerdo las dos corrientes enfrentadas en el Concilio sobre un nuevo esquema (que fue la base de la constitución Dei Verbum). La libertad religiosa también fue un capítulo polémico. El cardenal del Santo Oficio, que era un excelente canonista, era partidario de la doctrina tradicional de la tolerancia, porque, de otro modo, admitido un derecho irrestricto a la libertad religiosa se lesionaba el Derecho público de la Iglesia. La Declaración conciliar que el cardenal Bea quería sacar adelante sobre el tema le parecía a Ottaviani que anulaba los concordatos que la Santa Sede tenía con países como Italia y España, en los cuales la Iglesia gozaba de una posición privilegiada, y así lo manifestó dramáticamente en el aula conciliar.

En medio de las discusiones, se había organizado un grupo de padres conciliares bajo la protección del cardenal Ottaviani y de sus colegas del ala de la Curia. Se llamó el Coetus Internationalis Patrum y comprendía unos 450 prelados, entre los que destacaron el entonces superior general de la congregación del Espíritu Santo, monseñor Marcel Lefebvre, monseñor Luigi Maria Carli (obispo de Segni), y dos jerarcas brasileños particularmente aguerridos: Dom Geraldo de Proença Sigaud (arzobispo de Diamantina) y Dom Antonio de Castro Mayer (obispo de Campos). Desgraciadamente, sus iniciativas eran sistemáticamente saboteadas desde la presidencia central del concilio. El cardenal Siri nos ha dejado el testimonio más autorizado sobre la actuación del secretario del Santo Oficio, el padre conciliar más criticado dentro y fuera del aula del Vaticano II: “El cardenal Ottaviani siempre tomó parte en la defensa de la verdad. Estábamos a menudo en relación yo, él, Browne y Ruffini. Estábamos unidos para resistir a las presiones. En él la firmeza de las decisiones se manifestaba en aspectos oratorios más bien fuertes: no tenía miedo a nada y no era el miedo el que lo hacía intervenir; su temperamento en defensa de la verdad era combativo. Había un pleno acuerdo entre nosotros. Era evidente que se trataba de un hombre que ardía de adhesión a la Fe y a su integridad. Querría insistir en esta palabra: ardía”.


Comienza la revolución postconciliar


El Concilio se acabó en 1965 bajo otro papa: Pablo VI, al que Ottaviani, en su calidad de cardenal protodiácono, había impuesto la sacra tiara el 30 de junio de 1963, en lo que sería la última ceremonia de coronación de un romano pontífice (foto). Al final, los documentos conciliares fueron textos de compromiso en los que quedaba, sí, salva la ortodoxia (prueba de ello es que el cardenal Ottaviani firmó las actas conciliares en esu totalidad, como haría también, por cierto, monseñor Lefebvre), pero que constituían un campo sembrado de lo que Michael Davies llamó “bombas de relojería”, que serían hechas estallar oportunamente en el momento de la aplicación práctica del Vaticano II. El papa Montini, había tenido él mismo que imponer su autoridad cuando mandó insertar como apéndice a la constitución sobre la Iglesia una nota explicativa previa para aclarar el tema de la colegialidad, que no quedaba claro en el texto aprobado por los padres, dejando resquicios por los que se podía colar la idea de que el Romano Pontífice no era sino un primus inter pares.

Pablo VI había estado a las órdenes de Ottaviani en los comienzos de su carrera en la Secretaría de Estado y tenía buenos recuerdos de esa etapa porque su superior de entonces era una persona afable y cordial y no hacía pesar su autoridad. Después las carreras de ambos se separaron al entrar éste en el Santo Oficio. En la Curia Romana siempre había habido dos tendencias: la de los zelanti (que priorizaba la defensa de la fe y de la moral) y la de los politicanti (que prefería las vías de la diplomacia). Estaban representadas respectivamente por el Santo Oficio y la Secretaría de Estado. Pío XII había mantenido un sabio equilibrio entre ambas, pero después del Concilio la situación había cambiado. Pablo VI, papa personalmente ortodoxo (ahí están su Credo de Dios y la encíclica Humanae Vitae, por poner un par de ejemplos), pensaba que la Iglesia debía ser flexible en el ámbito de las realidades concretas, sobre todo en sus relaciones con un mundo en tensión. Así pues, quiso potenciar la autoridad de la Secretaría de Estado, haciendo de ella el primer organismo de poder en el Vaticano, una especie de super-dicasterio. Emprendió para ello una profunda reforma de la Curia Romana de la cual fue la principal perjudicada la congregación que presidía Ottaviani. Ya en febrero de 1966 se le había cambiado el nombre de Santo Oficio por el de Doctrina de la Fe, convirtiéndose su secretario en pro-prefecto. Pero por el motu proprio Regimini Ecclesiae universae de 1967, se le quitó el carácter de Suprema y se determinó que, en lo sucesivo, ya no sería el Papa su prefecto, sino un cardenal (lo cual representaba una capitis deminutio en toda regla).

Ottaviani, era respetuoso de las conveniencias y entendió el mensaje, poniendo su cargo a la disposición del Papa. Pero éste, que en el fondo lo apreciaba y necesitaba a alguien con su temple en la defensa de la fe católica, puesta en entredicho por el nuevo secularismo, lo nombró prefecto de la congregación así remodelada en agosto de 1967. Pero no duró mucho en el cargo porque no se sintió con la libertad de acción de la que había gozado bajo Pío XII y el beato Juan XXIII para la defensa de la Fe. Había visto caer una a una las barreras contra el error: el Indice de libros prohibidos, la censura eclesiástica previa para los escritos doctrinales, el juramento antimodernista… Y él era un hombre de principios. No podía honestamente seguir ejerciendo un cargo teniendo atadas las manos y padeciendo a menudo las cortapisas provenientes de la Secretaría de Estado. El cardenal que había defendido el Derecho público de la Iglesia y se había constituido en el gran adversario del comunismo ateo no podía, por supuesto, estar de acuerdo con el desmantelamiento de los Estados católicos y la Östpolitik promovidos desde el tercer piso del Palacio Apostólico. El 6 de enero de 1968, a los 78 años de edad y después de más de treinta defendiendo el dogma católico, presentó su dimisión al Papa, que la aceptó, pero le concedió el título honorífico de “Prefecto emérito”.


Gloria y ocaso de un gran príncipe de la Iglesia

Los diez últimos años de su vida los transcurrió el cardenal Ottaviani en un retiro activo, dedicado a su querido Oratorio de San Pedro y al Oasis de Santa Rita –orfanato y casa de reposo fundado por él en Frascati– y siempre atento a la evolución de los acontecimientos eclesiales. En 1969, al promulgar Pablo VI un nuevo Misal Romano, le dirigió juntamente con el cardenal Antonio Bacci, un Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae, sobre lo cual no abundaremos por haberlo tratado ya en este blog (http://roma-aeterna-una-voce.blogspot.com/2009/06/cuarenta-anos-del-breve-examen-critico.html). En 1970 se vio afectado por la medida papal que establecía la exclusión de los cardenales del cónclave al cumplir los 80 años. Pablo VI, a pesar de la divergencia de estilo, mostró siempre su aprecio al antiguo “carabiniere della chiesa”. Poco después de la publicación del Breve Examen Crítico, fue a visitarlo en su convalecencia de una operación relacionada con su afección ocular. El 15 de marzo de 1976, le dirigió una afectuosa carta de felicitación por los sesenta años de su ordenación sacerdotal. Pero el anciano príncipe de la Iglesia sobreviviría al papa Montini y tendría aún tiempo de conocer a otros dos pontífices.

El último año de su vida, su salud declinó considerablemente hasta el punto que debió quedarse recluido en su apartamento en el Palacio del Santo Oficio y tuvo que espaciar la celebración de la misa. A principios del verano hubo de ser hospitalizado y fue claro que ya no se recuperaría. Empezó a sumirse en un sopor de cual sólo se despertaba brevemente al susurro de las oraciones de sus visitantes. El viernes 3 de agosto de 1979 rendía su alma a Dios este intrépido defensor de la fe católica y de los derechos de la Iglesia, cuyo lema había sido “Semper idem”, expresión no de inmovilismo, sino de fidelidad. El papa Juan Pablo II quiso celebrar personalmente sus exequias en la Basílica Vaticana el siguiente lunes 6 (antes de que recibiera sepultura San Salvatore in Ossibus, la iglesia del capítulo canonical vaticano), pronunciando una homilía cuyas primeras palabras definen a la perfección quién fue Alfredo Ottaviani y con las que ponemos punto final a esta semblanza de:

«Ecce sacerdos magnus, qui in diebus suis placuit Deo et inventus est iustus (cf. Sir 44, 16-17): Son éstas las primeras palabras que espontáneamente me vienen a los labios en el momento en que ofrecemos a Dios el sacrificio eucarístico y nos disponemos a dar el último adiós al venerado hermano cardenal Alfredo Ottaviani. Realmente ha sido un gran sacerdote, insigne por su religiosa piedad, ejemplarmente fiel en el servicio a la Santa Iglesia y a la Sede Apostólica, solícito en el ministerio y en la práctica de la caridad cristiana. Y ha sido al mismo tiempo un sacerdote romano, es decir, adornado de ese espíritu típico, quizá no fácil de definir, que quien ha nacido en Roma —como él nació diez años antes de finalizar el siglo XIX— posee como en herencia y que se manifiesta en una adhesión especial a Pedro y a la fe de Pedro e incluso en una exquisita sensibilidad por lo que es y hace y debe hacer la Iglesia de Pedro».


martes, 4 de agosto de 2009

En el XXX aniversario de la muerte del cardenal Ottaviani (III). Biografía (segunda parte)


Años de fuego

El amado Oratorio de San Pedro

Los primeros años del pontificado pacelliano estuvieron lógicamente condicionados por la Segunda Guerra Mundial, que estalló a escasos seis meses de la elección de Pío XII, que, al igual que su predecesor Benedicto XV, intentó en vano detenerla hasta el último momento, sin que los grandes de este mundo prestaran atención a su conjuro: “Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra”. La Secretaría de Estado tuvo que desarrollar un trabajo mucho más intenso que de ordinario para mantener la neutralidad de la Santa Sede y a la vez defender los intereses de los católicos en los países beligerantes y organizar la ayuda a las poblaciones afectadas a través de la red de las nunciaturas apostólicas, que demostrarían su utilidad y eficacia en un contexto de extrema precariedad.

Monseñor Ottaviani, en su calidad de asesor del Santo Oficio, era recibido regularmente por el Santo Padre en audiencia, por lo que fue un testigo de primera mano de todo lo que se vivió en el Palacio Apostólico en aquellos años trágicos, sobre todo del terrible dilema que tenía ante sí Pío XII de denunciar claramente a la barbarie nazista y provocar con ello, como represalia, su recrudecimiento, o bien mantener una actitud de indirecta censura –sin acusaciones estentóreas– que le permitiera continuar prestando y aumentar su valiosa ayuda concreta a las víctimas. Tanto Ottaviani como el cardenal Maglione, secretario de Estado, y sus colaboradores más inmediatos, los monseñores Tardini y Montini, se mostraron de acuerdo con la vía elegida por el Papa: la de actuar amparado en la discreción, lo cual a la postre resultó de mucho mayor provecho para los perseguidos.

En 1942, en pleno fragor bélico, celebró el Papa su jubileo episcopal. Se filmó para la ocasión un documental sobre él y sobre la vida cotidiana en el Vaticano. La dirección estuvo a cargo de Romolo Marcellini, que le puso por título el lema que en la profecía de san Malaquías correspondía a Pío XII: Pastor Angelicus. En diciembre se proyectó la película, justamente en el Pontificio Oratorio de San Pedro con la complacencia de monseñor Ottaviani, que la juzgó "óptima".


La conjura del peligro comunista


Acabada la terrible contienda quedaba todo por reconstruir. La Iglesia se alzaba entonces como la única autoridad moral incólume y el Romano Pontífice lanzó una cruzada para que el nuevo orden de Europa y del mundo se levantara sobre las bases de la civilización cristiana, tanto más necesaria cuanto que acechaba amenazante un peligro muy real: el del comunismo soviético, vencedor con los Aliados (después de haberse entendido con la Alemania nazi durante dos años) y que había cobrado su parte del botín invadiendo los países del Este de Europa y sojuzgándolos bajo su tiranía a vista y paciencia de un Occidente complaciente, que no quería ver que la ideología misma del marxismo era internacionalista y tenía vocación de expansionismo. Donde no podía plantar su bota de momento, el gigante soviético infiltraba su ideología deletérea a través de los partidos comunistas.

En Italia el riesgo de asalto al poder del comunismo era muy real como se vio durante la auténtica guerra civil que azotó la Emilia-Romaña en 1945 y 1946. Además, en las elecciones plebiscitarias de este último año el PCI de Palmiro Togliatti obtuvo un alarmante 19% de los votos. Pío XII creyó su deber apoyar con todo el peso de su autoridad a la Democracia Cristiana para contrarrestar el avance de los comunistas, cuyo sistema era responsable de los indecibles sufrimientos de la Iglesia del Silencio. Monseñor Ottaviani era de la misma idea. Era necesario, además, recordar a los creyentes sus deberes políticos y su obligación de no apoyar a ideologías o partidos contrarios a la doctrina cristiana. El asesor del Santo Oficio se puso entonces manos a la obra y elaboró el decreto de excomunión de los católicos que colaboraran con el comunismo, sea afiliándose al partido, que difundiendo su propaganda o votando a sus listas en las elecciones, considerándoselos como apóstatas de la fe. Pacelli aprobó la medida y mandó a Ottaviani que se publicase, lo cual hizo éste el 1º de julio de 1949. De esta manera, se hacía operativa la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI, de la cual el decreto del Santo Oficio no era sino la lógica consecuencia.


Bajo la égida del Pastor Angelicus

Pío XII impone el birrete cardenalicio a Ottaviani

Un aspecto poco conocido del pontificado pacelliano fue el proyecto de un concilio ecuménico que completara el Vaticano I (suspendido por causa de la toma de Roma por los piamonteses en 1870), lo cual le fue sugerido al Papa por el cardenal Ernesto Ruffini a principios de 1948, siendo monseñor Ottaviani quien insistió ante aquél para que lo llevara a cabo con el objeto de condenar los errores modernos, especialmente el comunismo, actualizar el Derecho Canónico e impulsar el apostolado seglar y la Acción Católica. El concilio sería, además, el marco adecuado para la proclamación del dogma de la Asunción. Pío XII nombró una comisión presidida por Ottaviani para estudiar las posibilidades y alcances de la futura asamblea. La conclusión a la que se llegó fue que el trabajo era enorme y requería una preparación cuidadosa, que fue confiada a cinco comisiones nuevas (teológica, pastoral, canónico-litúrgica, misional y de cultura y acción cristiana) bajo la dirección de la comisión original convertida en central y presidida esta vez por monseñor Borgongini-Duca. El Santo Oficio y su asesor tuvieron parte importante en los trabajos, cuyos resultados fueron remitidos en enero de 1951 al Papa, quien, sintiéndose demasiado delicado de salud como para emprender una empresa de semejante envergadura, desistió de convocar el concilio. Fue quizás una oportunidad perdida, ya que si el Vaticano II hubiese tenido lugar en este momento en el que la autoridad de la Iglesia era firme y monolítica, no se hubieran dado las condiciones para una aplicación rupturista de sus decretos como pasó después.

Pío XII era muy consciente de que, a pesar de las apariencias, existía un movimiento de socavamiento en el interior de la Iglesia, llevado a cabo por los herederos de los modernistas: los partidarios de la llamada Nouvelle Théologie. Era necesario atajarlos y lo hizo mediante la encíclica Humani generis de 1950, para la que el Pontífice contó con el valioso asesoramiento de monseñor Ottaviani y el Santo Oficio. A éste, que era entonces el más importante dicasterio de la Curia Romana (hasta el punto que se le llamaba Suprema Sagrada Congregación o simplemente la Suprema), atribuía Pacelli una gran importancia, tanta que en cierta ocasión dijo a monseñor de Castro Mayer, obispo de Campos, estas clarividentes palabras: “El día que la sagrada congregación que vigila la Fe afloje la mano habrá llegado el momento del futuro ataque a la Iglesia perpetrado por aquellos elementos incrustados en su propio seno”.

Un asunto en el que intervino decisivamente Ottaviani fue la supervivencia de la Soberana Orden Militar de Malta, que, a principios de los años cincuenta, fue objeto de los ataques de dos poderosos cardenales de la Curia: Nicola Canali y Giuseppe Pizzardo. Se le negaba el carácter religioso, aduciendo que era tan sólo una orden caballeresca y se pretendía fusionarla con la Orden del Santo Sepulcro. La resistencia de Fra Angelo de Mojana di Cologna, sucesor –en calidad de Lugarteniente– del príncipe Ludovico Chigi della Rovere Albani, Gran Maestre (muerto en 1951), provocó la intervención del Papa, que hizo instruir un proceso en el que monseñor Ottaviani fue el promotor de Justicia. Su ardiente defensa, basada en una apología histórico-jurídica de la benemérita Orden Sanjuanista, fue determinante en la salvación de ésta y el 24 de junio de 1952, el Tribunal compuesto de cardenales y prelados dio su dictamen positivo a favor de los Caballeros de Malta.

En el consistorio del 12 de enero de 1953, Ottaviani fue creado cardenal por Pío XII, quien le asignó la diaconía de Santa María in Domnica. Una vez en posesión del rojo capelo, fue promovido a pro-secretario del Santo Oficio (de hecho era él quien llevaba el peso de esta congregación desde hacía tiempo). De esta manera se convertía en uno de los personajes más influyentes y con más predicamento de la Curia. Pero no se crea que el nuevo príncipe de la Iglesia olvidó su humanidad con la púrpura. De su mensa cardenalicia pagaba las pensiones y los estudios de no pocos muchachos de su amado Oratorio de San Pedro, del que se constituyó en protector y al que favoreció cuanto pudo, atrayendo hacia él, además, el interés de otros benefactores, como el cardenal Francis Spellman, amigo de Pío XII, y que disponía de importantes recursos financieros gracias a la caridad de los católicos estadounidenses.


Los tiempos comienzan a cambiar

Al morir Pío XII el 9 de octubre de 1958, se abría una difícil sucesión. Muchos veían en el cardenal Siri de Génova, que le era absolutamente devoto, al que aseguraría la herencia pacelliana, pero su extrema juventud para la época hizo temer un pontificado demasiado largo y se barajaron otros nombres como el armenio Agagianian, prefecto de Propaganda Fide (al que primero apoyó Ottaviani), y Elia Dalla Costa, el combativo arzobispo de Florencia. El ala más a la izquierda del cónclave quería papa al arzobispo de Milán, monseñor Montini, antiguo y estrecho colaborador de Pío XII y de formación liberal y democrática, pero el problema de su elección consistía en que no era cardenal y desde 1378 no se había hecho papa a ninguno fuera del Sacro Colegio. El cardenal Ottaviani se fijó entonces en el patriarca de Venecia, el cardenal Roncalli y le dio su apoyo, convirtiéndose así en el gran elector de Juan XXIII, en quien todos vieron a un ideal papa de transición.

Pero el bueno de Roncalli sorprendió a todos con una inusitada energía. El 25 de enero de 1959 anunció en la basílica de San Pablo Extramuros la convocación de un concilio ecuménico que no sería la continuación del Vaticano I, sino una asamblea pastoral para poner al día la Iglesia (lo que se llamó el aggiornamento), a fin de que respondiera a los retos planteados por la sociedad moderna. El cardenal Ottaviani habló entonces al Papa del proyecto elaborado bajo Pío XII, convenciendo al Papa de la necesidad de que la Curia Romana preparase los trabajos conciliares, en lo cual Roncalli estuvo de acuerdo. Se formó una comisión anteprepatoria presidida por el cardenal Tardini, secretario de Estado, y con monseñor Pericle Felici como secretario, ambos amigos del pro-secretario del Santo Oficio, que fue promovido a secretario en noviembre de aquel año. La comisión se encargó de ordenar la inmensa documentación que llegó de la consulta hecha a los obispos de todo el mundo sobre los temas a tratar y sentó las bases del trabajo de la comisión preparatoria que la substituyó en noviembre de 1960. Se confeccionaron setenta esquemas que se presentarían a la discusión en el aula conciliar, todos satisfactorios desde el punto de vista del Santo Oficio aunque no para el ala liberal de la Iglesia, capitaneada por el cardenal Joseph Frings de Colonia (que se había llevado como peritus a un teólogo bávaro llamado Joseph Ratzinger).

El beato Juan XXIII es tenido como un papa de vanguardia y como precursor de la revolución post-conciliar. Nada más desacertado. Su preparación teológica era tradicional y su estilo muy conservador, incluso en las formas. Como su predecesor en la sede patriarcal de Venecia y en el solio de Pedro san Pío X, era una persona de gran humildad y sencillez, pero no quiso prescindir del boato de la corte pontificia porque sabía distinguir a la persona de la función y tenía una alta idea de su investidura como Vicario de Cristo. En 1960 quiso hacer una especie de ensayo de lo que debía ser el concilio ecuménico y convocó el Sínodo Romano (cosa que no se hacía desde 1725), cuyas actas son todo menos revolucionarias. El Papa estaba tan satisfecho de los resultados que mandó encuadernar lujosamente de su propio peculio el libro con los documentos sinodales para regalarlo a sus visitantes. También Juan XXIII quiso impulsar el estudio del latín (que empezaba a ser contestado) mediante una solemne constitución apostólica Veterum sapientia de 1962. El Papa de la paz y de la distensión, que recibía a la hija y al yerno de Kruschev y contribuía a conjurar la crisis de los misiles era el mismo que en 1959 había renovado, con gran satisfacción de Ottaviani, el decreto del Santo Oficio de 1949 contra el comunismo. Y aunque se consideraba a sí mismo más pastor que teólogo, sabía reconocer el peligro de la Nueva Teología y puso su firma en el monitum que había preparado el cardenal de la Suprema por el que se condenaba las obras del P. Teilhard de Chardin (imbuidas de un extraño evolucionismo).

El 15 de abril de 1962, mediante el motu proprio Cum gravissima, el Papa dispuso que todos los cardenales del Sacro Colegio debían ser obispos y procedió personalmente a la consagración episcopal de doce de ellos, entre los cuales se contaron Alfredo Ottaviani y el gran latinista Antonio Bacci, que iban a tener juntos un papel protagónico en el futuro en uno de los episodios más controvertidos del post-concilio. Pero no adelantemos hechos. Ottaviani recibió la plenitud del sacerdocio el 19 de abril de 1962 en la basílica de San Juan de Letrán, habiendo sido precedentemente preconizado arzobispo titular de Berrea en Macedonia. Co-consagrantes suyos fueron los cardenales Pizzardo y Aloisi Masella. Ahora era cuestión de aprestarse a participar en el Concilio del papa Juan y sólo Dios sabía las batallas que le estaban deparadas al secretario del Santo Oficio. (Continuará...)

lunes, 3 de agosto de 2009

En el XXX aniversario de la muerte del cardenal Ottaviani (II). Biografía (primera parte)


- Eminencia, ¿sabe que está considerado como el más obstinado conservador del Vaticano?
- ¿Cómo no, hijo mío? Sólo faltaría que precisamente yo me pusiese a querer cambiarlo todo. Yo he sido puesto aquí, en el Santo Oficio, para custodiar el tesoro de la Iglesia, es decir dogmas, posiciones doctrinales, ciertas leyes, ciertos artículos del Derecho Canónico que forman la verdad católica o los medios de tutela de esta verdad. Yo soy el carabiniere que custodia la reserva de oro. ¿Cree usted que cumpliría con mi deber desertando, dejando la vigilancia, descabezando sueños, cerrando un ojo? ¿Y cree usted que estaría bien que precisamente yo respaldase los movimientos que aportan mutaciones en los principio, o bien que favorecen reformas que a la larga pueden dar un significado diferente a los principios? La Iglesia vive un tránsito. Tenía ciertas leyes y ciertas convicciones. Mientras estaba en curso una “constituyente”, yo las he custodiado y las he defendido. ¿Ha comprendido?

Este diálogo tuvo lugar en 1967, en el curso de una entrevista concedida por el entonces prefecto de la flamante Congregación para la Doctrina de la Fe en el Palacio del Santo Oficio, pegado al recinto de la Ciudad Leonina, al influyente periodista italiano Alberto Cavallari, en aquella época director de Il Gazzetino de Venecia (y futuro director de Il Corriere della Sera). La respuesta del gran purpurado define lo que fue su vida entera al servicio de la Santa Sede, del Papado, de Roma, para él conceptos equivalentes. Roma es impensable sin el Papado y es al servicio de éste al que está la Santa Sede, que es como el gabinete ministerial de la Iglesia Católica. La estrella de Ottaviani se hallaba ya declinante, pero como los grandes astros agonizantes, emitía un fulgor deslumbrante. Nunca fue más grande este cardenal que cuando dejó de tener poder y debió hacer mutis por el foro. Se mostró leal a toda prueba a pesar de las ingratitudes y las decepciones. Se mantuvo adherido a la roca de Pedro con la fuerza de un molusco, a prueba del embate de las olas (y Dios sabe qué tempestades azotaron entonces las costas del Catolicismo).

En unos provocaba recelo; en otros, rechazo; en otros, en fin, conmiseración, la que se concede a los que se cree que no tienen remedio. Pero estos sentimientos nacían muchas veces de la ignorancia sobre la persona, postergada por la importancia decisiva del cargo que ejercía, ciertamente poco cómodo e ingrato, porque corregir al que yerra –aunque sea una de las obras de misericordia– resulta antipático. El cardenal Ottaviani puede ser considerado como el gran desconocido de entre los personajes que desempeñaron un papel importante en Historia de la Iglesia del siglo XX. Contribuir en dar a conocer su figura y su obra en su auténtica envergadura y lejos de los tópicos que demasiado tiempo las han rodeado es el objeto de estas líneas.


Romano di Roma


Los Ottaviani eran, a finales del siglo XIX, una de esas familias orgullosas de su romanidad de pura cepa, que se remonta por generaciones y generaciones hasta perderse en lo profundo de los siglos: lo que llama ser “romano di Roma”. La secular vecindad y sumisión al Papado hizo católicos sinceros y practicantes pero sin mojigatería; más bien con un sano desparpajo y desenfado en el trato con el clero que chocaría a cualquiera que no conociese la idiosincrasia de los romanos, que lo han visto todo: desde la santidad más acreditada hasta el triunfo de la más descarada mundanidad. Lutero vino a la Roma de Julio II y se escandalizó; los romanos simplemente se alzaban de hombros; si acaso, componían pasquines, pero nunca se les hubiera pasado por la cabeza rebelarse en nombre de una reforma. Su catolicismo es instintivo; quizás mezclado con algún resabio de la proverbial superstición de sus antepasados más antiguos, pero franco y sólido. No es casual que Roma sea la città delle edicole, de esas pequeñas capillitas u hornacinas adornadas con la imagen de la Madonna que campean en lo alto de las esquinas de sus edificios.

Enrico Ottaviani no era un hombre pudiente; se ganaba la vida con su oficio de fornaio (panadero). Había formado una familia numerosa con Palmira Catalini, la típica massaia dedicada a su hogar, a cuya economía contribuía no sólo con su sabia administración doméstica, sino con el empleo de bustaia (confección de sobres de carta), que podía llevar a cabo en casa en las pocas horas libres que le dejaba la atención de su extensa prole. Diez hijos había ya dado a luz cuando nació, el 29 de octubre de 1890, un niño al cual, siguiendo la extraña costumbre familiar, pusieron el nombre germánico de Alfredo (y todavía seguiría otro vástago). Muchos años después, el futuro cardenal bromearía sobre ello en plena polémica alrededor de la encíclica Humanae vitae de Pablo VI: “Si mis padres hubieran pensado como los que hoy defienden la píldora seguro que yo no estaría en este mundo”. El hecho tuvo lugar en una morada en la Via dei Vecchiarelli en el romanísimo rione Ponte, el mismo donde algunos años antes había visto la luz otro romano di Roma que se haría célebre y que marcaría la vida de Alfredo Ottaviani: Eugenio Pacelli. Aquél, sin embargo, siempre se consideró trasteverino. Y es que siendo aún muy pequeño, la familia se trasladó a vivir al popular barrio de la orilla derecha del Tíber donde no se puede ser más romano.

El Trastevere es, junto con el Borgo, lo que queda de más auténtico de la Roma del popolino. Allí, en la estrecha Via dei Vascellari, cerca del antiguo puerto fluvial de Ripa Grande, donde atracaban las embarcaciones (i vascelli) puso su casa y panadería Enrico Ottaviani y allí, en medio de otras gentes modestas y trabajadoras, crecieron sus hijos, que se hicieron al genio y a la lengua romanescos, cantados por Gioacchino Belli y Trilussa. El romanesco o romanaccio es el dialecto propio del romano di Roma y una de sus inequívocas señas distintivas y el futuro cardenal del Santo Oficio lo llegaría a conocer bien y a hablarlo. El pequeño Alfredo cursó la educación primaria con gran aprovechamiento, pero no se crea que fuese lo que se suele decir un “empollón”. Tenía facilidad para el estudio y se sentía inclinado a él, pero, fiel a la antigua máxima clásica que asevera mens sana in corpore sano, dedicaba parte de su tiempo al ejercicio físico, al que, como Pacelli, atribuía una gran importancia, cultivándolo hasta la vejez. Sólo que a diferencia del que se convertiría en Pío XII, que era delicado de constitución, Ottaviani era fuerte y recio. Competía con sus compañeros de juegos en las típicas luchas cuerpo a cuerpo, que tanto gustan a los ragazzi, como atestiguan fotos de aquel tiempo.


Ottaviani clérigo

Superada con las mejores notas la scuola elementare y fuertemente inclinado a la religiosidad, sus padres dieron su asentimiento para que ingresara en el Seminario Romano, dirigido entonces por monseñor Domenico Spolverini. Con sede en el antiguo Palacio de Letrán, el papa Pío X ha querido unirle el prestigioso y benemérito Seminario Pío, fundado sesenta años atrás por el papa Mastai-Ferretti bajo la protección de la Inmaculada. La institución resultante será un campo fértil del que se cosecharán ilustres dignatarios de la Iglesia. Los alumnos se nutrían intelectualmente con una enseñanza profunda y estaban en contacto con las autoridades más altas de la Iglesia. No era raro, pues, que apenas ordenados tuvieran ya un destino en la Curia Romana e hicieran una brillante carrera. También es de notar que estamos en plena época del antimodernismo, por lo cual se tenía especial cuidado en escoger el cuerpo docente para imbuir el sentido de la sana doctrina en los seminaristas, lo cual en Alfredo Ottaviani se logró con indudable éxito. Siempre recordaría con gratitud a los maestros que le enseñaron a distinguir e identificar los peligros contra la fe. Después de haber cursado con gran provecho la Filosofía y la Teología, fue ordenado sacerdote el 18 de marzo de 1916, celebrando su primera misa el día siguiente, festividad de san José, en medio del regocijo de su familia, superiores, amigos, condiscípulos y la buona gentarella de su amado Trastevere.

En estos años se muestra como un observador atento de su tiempo: estamos en plena época bélica. El Guerrone temido por san Pío X alcanza proporciones inauditas y se ha convertido en una trágica sangría, segando una cantidad sin precedentes de jóvenes vidas. También los clérigos deben partir al frente, como por ejemplo: Domenico Tardini, compañero de Ottaviani y Angelo Giuseppe Roncalli. Otros, como el mismo Ottaviani y su amigo Pietro Parente, logran librarse del servicio militar. Ello posibilita al primero continuar sus estudios para sacar la licenciatura en Derecho, especializándose en el eclesiástico, sobre todo el público, del cual será con los años un brillante exponente. Al mismo tiempo desarrolla su apostolado entre el pueblo sencillo, al que le une una gran simpatía y afinidad. Ni aun como cardenal renegará de sus orígenes, recalcando siempre que su padre era “operaio panettiere” (“obrero del pan”). Por esta época inicia su ministerio pastoral en el Pontificio Oratorio de San Pedro, institución creada para educar y orientar a los niños y adolescentes pobres que pululaban en el Trastevere y el Borgo, lo que los monseñores vaticanos llaman con benevolencia la sacra canaglia, hacia los que siempre demostrará Ottaviani un paternal y abnegado afecto.

En la Curia Romana

En 1919 entra a formar parte del engranaje de la Curia Romana llamado a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide en calidad de minutante bajo la guía del cardenal holandés Willem van Rossum, que quería desgajar la acción evangelizadora de los misioneros del colonialismo europeo. Aquí adquiriría Ottaviani ese sentido misional y de universalidad que plasmaría años más tarde Pío XII en su gran encíclica Fidei donum. Dos años más tarde, es señalado por monseñor Borgongini-Duca a la atención del papa Benedicto XV, que lo transfiere a la primera sección de la Secretaría de Estado. El 15 de marzo de 1922 entra a formar parte de la corte pontificia como chambelán privado de Su Santidad. Entre 1926 y 1928 será rector del Pontificio Colegio Bohemo, familiarizándose con la siempre cambiante y precaria realidad de los pueblos de la Mitteleuropa y del Este. Obtiene el tratamiento de monseñor anejo al título de prelado doméstico de su Santidad el 31 de mayo de 1927 por gracia de Pío XI. Tras la promoción episcopal de monseñor Ciriaci, nombrado nuncio apostólico, monseñor Ottaviani ocupa su puesto como sub-secretario de la sagrada Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios durante dos años, hasta que el 7 de junio de 1929, el año de la Conciliación, es nombrado Substituto de la Secretaría de Estado. En 1931 llega el título de protonotario apostólico, con lo cual, a los 41 años, es ya un prelado conocido y respetado, que ha aprendido en la escuela de la Secretaría de Estado a conducirse con exquisita diplomacia permaneciendo inequívocamente fiel a los principios.

Su entrada en el Santo Oficio data del 19 de diciembre de 1935 en calidad de asesor. Aprendió a montar guardia en torno al depositum fidei y en los siguientes treinta años no defraudó las expectativas cifradas en él para este delicado encargo. Su biógrafo Emilio Cavaterra traza de él un retrato de esta época que será válido para lo sucesivo: “Abierto y cordial en las relaciones humanas, severo e intransigente en materia de fe y de costumbres, caritativo y disponible para los humildes, los pobres, los marginados, pero también para los arrepentidos de la Iglesia”. A principios de 1937, se manifestarán los primeros síntomas de la afección ocular que, andando el tiempo, lo dejará casi ciego. Es tratado por el profesor Riccardo Galeazzi-Lisi, oculista al que el cardenal secretario de estado Pacelli ha confiado su salud como médico de cabecera. Ese mismo año trabaja sin tregua en la encíclica que Pío XI está preparando contra el comunismo. El estudio de la documentación y los informes que llegan sobre la tiranía en la Rusia soviética no le dejan lugar a dudas al asesor del Santo Oficio: se trata de un sistema “intrínsecamente perverso”, como en efecto lo definirá el papa Ratti.

Publicada la encíclica Divini Redemptoris, monseñor Ottaviani se toma un período de descanso y viaja a los Estados Unidos, que acababan de ser visitados el año anterior por Pacelli el “cardenal transatlántico panamericano” como lo llamó Pío XI. Visita Nueva york, Washington, Boston, Buffalo y llega a ver las cataratas del Niágara. De regreso a Italia en el Vulcania, toca Portugal, Gibraltar, Argelia y España. En ésta es recibido por el cardenal Segura, que, expulsado por la República, había podido regresar a la zona nacional. El purpurado español le cuenta las atrocidades de la persecución religiosa que están llevando a cabo los rojos, es decir, los comunistas, informaciones que el siempre despierto y atento monseñor de la Curia Romana tendrá siempre muy en cuenta.

Desembarcado en Nápoles, toma el tren para Roma y se incorpora de nuevo a la rutina del trabajo, por razón del cual es recibido en audiencia regularmente por Pío XI. La salud de éste no es buena y da no pocos sobresaltos entre mejorías inesperadas y agravamientos alarmantes. Se diría que el Papa declina al mismo ritmo que la paz en Europa. Como siempre, monseñor Ottaviani observa y anota los acontecimientos que se precipitan: el Anschluss, la conferencia de Munich, la anexión de los Sudetes y la constitución del Protectorado alemán de Bohemia y Moravia, acontecimientos estos dos últimos a los que fue especialmente sensible el que había sido rector del Pontificio Colegio Bohemo. También en Italia las cosas empeoran: Mussolini adopta las leyes raciales y hostiga a la Iglesia. Pío XI muere en un estado de cosas que está apunto de estallar. Para sucederle es elegido el cardenal Pacelli, prácticamente designado por su antecesor. Toma el nombre de Pío XII y será el papa de Ottaviani. (Continuará…)