viernes, 25 de septiembre de 2009

En memoria de Michael Davies (1936-2004)


Hoy hace cinco años, el 25 de septiembre de 2004, moría Michael Davies, presidente de la Federación Internacional UNA VOCE (FIUV) entre 1995 y 2003, a consecuencia de un repentino fallo cardíaco. Con él se fue uno de los mayores exponentes de la intelectualidad católica contemporánea, autor de numerosos libros que hoy son de referencia obligada para quien quiera conocer mejor la época conciliar y postconciliar, especialmente la Historia de la reforma litúrgica.

Michael Treharne Davies nació en Yeovile, condado de Somerset (Gran Bretaña), el 13 de marzo de 1936, siendo bautizado en la comunión anglicana. Era de origen galés por su padre y, aunque inglés de nacimiento y de origen por parte de madre, siempre se sintió un auténtico hijo del País de Gales, cuya lengua hablaba y cuyas historias y leyendas solía narrar en reuniones familiares y amicales. Era, además, hincha del equipo galés de rugby, deporte al que era muy aficionado.

Al terminar los estudios escolares se alistó en el regimiento de infantería ligera Príncipe Alberto de Somerset, en el que sirvió como soldado regular entre 1954 y 1960, participando en acciones durante las intervenciones del Reino Unido en Malasia (para reprimir la guerrilla comunista malaya), Egipto (durante la crisis de Suez) y Chipre (en tiempos de la campaña de la EOKA, organización nacionalista greco-chipriota). Fue en este período y bajo la influencia de los acontecimientos que le tocaron vivir cuando se convirtió al Catolicismo (1956).

Al regresar a Inglaterra cursó la carrera de magisterio y se casó. En 1962 se estableció con su esposa Maria en Newcastle upon Tyne, donde ella hacía sus prácticas de maestra (pues seguía la misma carrera) en el Colegio de las Hermanas del Sagrado Corazón, mientras él hacía lo propio en el Colegio Católico Santa Margarita de Twichenham, siendo promovido en 1964. Este mismo año empezó a trabajar en la Escuela Preparatoria St. Ignatius Loyola de Buckhurst Hill, donde permaneció hasta 1967, cuando entró a formar parte del profesorado de la Escuela Primaria St. Mary de Beckenham (Kent), en la que enseñó hasta 1994. Fueron treinta años de fecunda vida docente, formando a la juventud en los sólidos principios de la fe católica.

Por la misma época por la que Michael Davies comenzaba su dedicación al magisterio tuvo lugar el concilio Vaticano II (1962-1965), el cual suscitó en él un entusiasmo inicial, como en la mayoría de los católicos de entonces. Pero en 1972, en plena revolución postconciliar y a la vista de sus no muy halagüeños efectos, comenzó a analizar críticamente los documentos conciliares y las reformas que a ellos se reclamaban, especialmente la litúrgica. Como se sabe, la liturgia es determinante para la fe porque de la manera que se reza es como se cree.

Hay que decir que para un anglicano convertido al Catolicismo (como lo era Michael Davies), los cambios en la liturgia eran particularmente preocupantes, ya que parecía como si Roma en el siglo XX hubiera seguido los mismos pasos que dieron Lutero y Cranmer en el siglo XVI para cambiar el culto respectivamente en Alemania e Inglaterra y, con el culto, la fe. El estupor de Julien Green, también católico converso del protestantismo, al asistir por vez primera a una misa católica según el Novus Ordo de Pablo VI ilustra perfectamente lo que debían sentir Davies y muchos otros católicos como él. Cuenta el ilustre novelista cómo se volvió a su hermana y le espetó: “Entonces, ¿para qué nos convertimos?”, frase lapidaria y significativa donde las haya.

Fruto de sus concienzudas investigaciones y pacientes estudios fue su trilogía The Liturgical Revolution (La Revolución Litúrgica), que comprende tres libros ya clásicos en la materia: Cranmer’s Godly Order (El Orden Divino de Cranmer), Pope John’s Council (El Concilio del Papa Juan) y Pope Paul’s New Mass (La Misa del Papa Pablo). En el primero presenta las fases de la revolución luterana operada en Inglaterra por el arzobispo hereje Cranmer y que hizo del que había sido reino católico y feudatario del Papa un país protestante. En el segundo aborda el Vaticano II a partir de la teoría de las bombas de relojería: los del Concilio son textos de compromiso en los que se salva la ortodoxia, pero cuyo lenguaje encierra ciertas frases que darán pretexto más tarde para una interpretación revolucionaria y rupturista con la Tradición, como bombas de tiempo que se harían estallar oportunamente. El tercero es un exhaustivo estudio de la reforma de la misa llevada a cabo por el Consilium de Bugnini aunque en discordancia con el Concilium de Juan y Pablo.

Michael Davies entró en relación con la Latin Mass Society de Inglaterra y Gales (de la cual fue primero consiliario y más tarde vicepresidente) y con la Federación Internacional UNA VOCE (FIUV), convirtiéndose en estrecho colaborador de su presidente Eric de Saventhem, con el cual compartía ideales y puntos de vista. En cuanto a la cuestión de la misa, tanto uno como otro pretendían que, de acuerdo a lo establecido por el Vaticano II, el rito romano clásico gozara de “aequo iure atque honore” que el moderno, en razón de ser un rito “legítimamente reconocido en la Iglesia”. Sin perjuicio de su defensa y preferencia de la liturgia tradicional, se oponía a los que negaban radicalmente y por principio legitimidad y validez a la liturgia salida de la reforma. Su argumento era incontestable: no se puede admitir que la Iglesia haya privado durante décadas a sus hijos de los medios ordinarios de salvación como son la misa y los sacramentos imponiendo una liturgia inválida y seguir sosteniendo el dogma de su indefectibilidad (controversia con el Dr. Rama Coomaraswamy).

También siguió con interés la evolución del movimiento iniciado por Mons. Marcel Lefevbre, antiguo obispo misionero francés y arzobispo emérito asistente al solio, que había fundado en 1970 la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X (FSSPX), estableciendo un seminario internacional en la localidad suiza de Ecône, donde se formaban sacerdotes haciendo lo que llamaba el prelado “la experiencia de la Tradición”. Monseñor Lefebvre saltó a la primera plana de la actualidad en 1975, con motivo de la suspensión a divinis que pronunció contra él el papa Pablo VI y por la histórica “misa de Lille”, en la que la cuestión litúrgica se hizo pública dramáticamente. Muchas publicaciones lo atacaron, llamándolo “el arzobispo rebelde” y escribiendo inexactitudes y falsedades sobre él. Michael Davies dirigió una refutación al autor de un folleto muy injurioso contra el prelado. Al negarse aquél a rectificar, decidió publicar un extenso alegato, al que puso por título Apologia pro Marcel Lefebvre y que apareció en tres partes. Siempre le unió una relación de sincera estima con el fundador de la FSSPX.

En 1995 sucedió a Eric de Saventhem en la presidencia de la FIUV, lo que fue visto como un relevo natural, dado el perfecto entendimiento entre ambos, que habían trabajado juntos denodadamente para aprovechar los signos favorables a una normalización de la liturgia tradicional bajo el pontificado de Juan Pablo II y para que se cumpliera el motu proprio Ecclesia Dei adflicta de 1988. Esto último era tarea nada fácil ya que la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, después de la presidencia del cardenal Mayer, se había vuelto prácticamente inoperante, teniendo en su seno a oficiales poco o nada proclives a facilitar las cosas a los fieles afectos a la tradición litúrgica romana, e incluso algún antiguo miembro del Consilium y epígono de Mons. Bugnini.

En los ocho años de la presidencia de Michael Davies la FIUV experimentó un fuerte impulso que la comenzó a proyectar fuera del ámbito geográfico en la que se había movido desde su fundación debido a los condicionamientos históricos y sociales. Hasta entonces las distintas asociaciones funcionaban principalmente en países donde el contacto con el protestantismo o el laicismo había desarrollado un fino instinto de conservación en los católicos (Alemania, Reino Unido, Francia, Estados Unidos, el Norte de Europa) o donde éstos no se hallaban limitados por un catolicismo sociológico predominante (que hacía de la obediencia ciega al Papa un argumento para doblegar a los tradicionalistas). En este último caso se hallaba España, donde un primer intento de establecer UNA VOCE en los años setenta se diluyó en intereses puramente filológicos. Michael Davies se tomó un especial interés en que hubiera una representación española en la FIUV, patrocinando personalmente el ingreso en ella de ROMA AETERNA, a la que siempre dio muestras de una afectuosa deferencia.

En 1998 contribuyó decisivamente en la organización del X Aniversario del motu proprio Ecclesia Dei en Roma, entre cuyos fastos hay que mencionar dos actos especialmente importantes y que constituyen decisivos hitos en la historia de la recuperación de la liturgia romana clásica: la conferencia del entonces cardenal Joseph Ratzinger en el Hotel Ergife Palace y el pontifical celebrado por el cardenal Alfons Maria Stickler, gran amigo de la FIUV y de su presidente, en la iglesia jesuita de Sant’Ignazio. Este aniversario fue un marco muy propicio para que se conocieran y estrecharan lazos todos los movimientos, tanto clericales como laicos, vinculados a la Tradición. El presidente de la FIUV mantuvo siempre excelentes relaciones con Dom Gerard Calvet y el Barroux, el Instituto de Cristo Rey y la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro.

En la misma ocasión presentó Michael Davies al Santo Padre entonces reinante, una petición firmada por todas las asociaciones miembros de la FIUV y acompañada de un presente, para que celebrara él mismo una misa según el Misal Romano de 1962, lo que hubiera sido un verdadero espaldarazo para los católicos fieles a Roma que querían mantener los libros litúrgicos tradicionales (“justa aspiración” al decir de Juan Pablo II). Desgraciadamente, dicha petición, entregada a monseñor David Malloy, oficial de la Prefectura de la Casa Pontificia, no obtuvo contestación.

En septiembre del año 2000 fue recibido, a la cabeza de una delegación de la FIUV, por el cardenal Darío Castrillón Hoyos, a quien felicitó por su reciente nombramiento como presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei y con quien entabló una relación que fue siempre cordialísima.

En 2002 le fue diagnosticado un cáncer terminal de próstata, que limitó sus actividades, hasta el punto que renunció a la reelección como presidente de la FIUV en la Asamblea General Estatutaria de 2003, siendo nombrado unánimemente Presidente de Honor. La enfermedad no le hizo perder su habitual buen humor y su conocida llaneza y excelente trato. Tampoco detuvo su labor como escritor. Siguió investigando y escribiendo sobre diversos temas que le interesaban: la cuestión litúrgica, la Revolución Francesa y la resistencia católica de la Vendée, las apariciones de Medjugorje (que le merecían un juicio desfavorable al detectar en ellas ciertas desviaciones poco concordes con la ortodoxia católica). En el momento de su muerte, se hallaba en plena tarea de actualizar uno de sus clásicos: Pope John’s Council, para lo cual contó con la ayuda de Leo Darroch. Una faceta desconocida de Michael Davies es su afición a la filatelia.

El 25 de septiembre de 2004 tuvo un ataque cardíaco fulminante, terminando así una vida fecunda al servicio de la causa católica. Grande fue la consternación de los suyos, que pensaban que el cáncer aún le daría la tregua de un año más. Al mes de su muerte, el 22 de octubre, tuvieron lugar sus funerales en la Iglesia de St. Mary en Crown Lane, Chislehust (Kent). Fueron oficiados según el rito romano clásico por un antiguo alumno suyo: el R.P. Martin Edwards, del clero diocesano de Soutwark, presidente de la Sociedad Sacerdotal de San Juan Fisher, organización defensora de la misa tradicional.

Funeral por Michael Davies en Chilehust (Kent)
el 22.X.2004 (ofició el P. Martin Edwards)

Michael Davies murió sin haber sido testigo (al menos en este mundo) de dos hechos que, sin duda, le hubieran procurado una granfelicidad: la elección del cardenal Ratinger al solio de Pedro y la publicación del motu proprio Summorum Pontificum. Siempre defendió al hoy papa Benedicto XVI contra sus detractores y en el motu proprio habría visto la coronación de una paciente labor a favor de la misa de siempre. Le sobrevivió su antecesor Eric de Saventhem, quien sí tuvo la alegría de ver a su compatriota entronizado como Romano Pontífice. El legado espiritual y humano de los dos primeros presidentes de la FIUV constituye un reto de fidelidad y perseverancia para ésta, que no olvida a tan eximios próceres.


(Datos proporcionados por Mr. Leo Darroch, actual presidente de la FIUV)

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El Padre Pío y la reforma de la misa



¿Qué pensaba el Padre Pío de la reforma de la misa? Es éste un dato que ha interesado e interesa tanto a defensores como a detractores de ésta porque siempre conviene tener como argumento a favor de la propia postura la opinión de un santo. Y qué duda cabe de que el estigmatizado capuchino es de los más populares e influyentes entre los católicos. La cuestión ha sido debatida aunque sin un resultado unánime. Cada quien pretende llevar agua a su molino y así se nos presenta, por un lado, a un Padre Pío enemigo del Novus Ordo, mientras, por otro, a un verdadero entusiasta de la reforma. No se ofrecen, sin embargo, pruebas incontestables ni por uno ni por otro lado.

Para mejor dilucidar la cuestión conviene recordar las etapas de la reforma litúrgica postconciliar (en especial por lo que respecta al rito de la misa):

4 de diciembre de 1963: Es promulgada la constitución Sacrosanctum Concilium sobre Sagrada Liturgia, primer documento emanado por el Concilio Vaticano II.

25 de enero de 1964: El papa Pablo VI da su motu proprio Sacram Liturgiam, por el cual se dispone la entrada en vigor de algunas prescripciones de la constitución sobre Sagrada Liturgia. El ordinario de la misa no es, de momento, tocado.

26 de septiembre de 1964: La Sagrada Congregación de Ritos y el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia publican conjuntamente la instrucción Inter Oecumenici para la aplicación de la constitución Sacrosanctum Concilium. Primeras modificaciones del ordinario de la misa –con supresión del salmo Judica me y del último evangelio y adición de la oración común de los fieles– y de los tratados Ritus servandus in celebratione Missae y De deffectibus in celebratione Missae occurrentibus, contenidos en la edición típica del Misal Romano de 1962. Introducción de la lengua vernácula en algunas partes de la misa con asistencia de fieles.

27 de enero de 1965: Aparición del llamado “Ordo de 1965”, que constituye el texto revisado del ordinario de la misa y de los tratados Ritus servandus in celebratione Missae y De deffectibus in celebratione Missae occurrentibus, contenidos en la edición típica del Misal Romano de 1962, en aplicación de la instrucción Inter Oecumenici.

5 de marzo de 1967: Instrucción Musicam sacram de la Sagrada Congregación de Ritos, por la cual se introduce el canto en lengua vernácula en las acciones litúrgicas.

4 de mayo de 1967: La Sagrada Congregación de Ritos y el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia publican conjuntamente la instrucción Tres abhinc annos, segundo documento para la recta aplicación de la constitución Sacrosanctum Concilium. Se suprimen ciertos ósculos, signos de la cruz y genuglexiones, así como otros gestos de reverencia, y se introduce ampliamente la lengua vernácula (permitiéndose incluso en el canon para las misas con asistencia de fieles). A pesar de todo, el rito básico de la misa sigue siendo el de la edición típica del Misal Romano de 1962.

24 de octubre de 1967: El P. Annibale Bugnini, secretario del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia y secretario de la Comisión de Liturgia del Sínodo de los Obispos que tiene lugar en Roma, realiza en la Capilla Sixtina, delante de los padres sinodales, una “celebración-piloto” de la llamada missa normativa, confeccionada en el seno del Consilium y que es propuesto a aquéllos como la forma definitiva de la misa reformada según las prescripciones conciliares. A diferencia de los cambios de 1965 y de mayo de 1967, la missa normativa no es una modificación del rito tradicional contenido en el Misal Romano de 1962, sino un rito distinto. Sometida a votación, esta misa no recaba un consenso favorable general y retorna a las oficinas del Consilium.

3 de abril de 1969: Pablo VI promulga la constitución apostólica Missale Romanum, por la cual introduce un nuevo rito de la misa (Novus Ordo Missae), el cual no es otro que la missa normativa apenas retocada.


El centro de la vida del santo capuchino


Con los datos que acabamos de consignar podemos seguir con seguridad el hilo de los acontecimientos relativos a la cuestión que nos ocupa. Hace décadas que corre la historia de que el Padre Pío “rechazó el Novus Ordo Missae”. El simple hecho de que el santo murió el 23 de septiembre de 1968, es decir, más de seis meses antes de la publicación del nuevo misal, desbarata la especie. El Padre Pío no pudo rechazar el Novus Ordo porque sencillamente no pudo conocerlo. Sin embargo, se aduce que, anticipándose a la reforma radical que se avecinaba, había solicitado al Papa una dispensa para poder seguir oficiando con el rito tradicional. De dicha dispensa habría sido portador el cardenal Antonio Bacci, a quien el Padre Pío habría encargado decir a Pablo VI: “por piedad, ponga rápidamente fin al Concilio”. Nuevamente el cotejo de fechas no cuadra. El cardenal Bacci visitó al Padre Pío en San Giovanni Rotondo el 1º de abril de 1964. Mal podría éste haber pedido a aquél entonces que le gestionara una dispensa para seguir empleando un rito que seguía vigente e intacto y podía celebrar con toda tranquilidad. Sólo en enero de 1965, o sea diez meses después de la visita cardenalicia, fue cuando comenzaron los cambios.

La dispensa, sin embargo sí se pidió y se obtuvo, pero no hubo la intervención del cardenal Bacci. El 17 de febrero de 1965, fray Carmelo da San Giovanni in Galdo, guardián del convento de San Giovanni Rotondo, escribía a Roma, por encargo del Padre Pío, manifestando que éste “con 78 anni, tiene la vista debilitada y padece por la vida de trabajo que lleva y por los demás sufrimientos de todos conocidos”, por lo cual “ruega que la Santa Misa celebrada por él todas las madrugadas en hora inhabitual (alrededor de las 4:30), es decir dos horas antes de las misas fijadas que se suelen celebrar en nuestro santuario, se considere como misa privada y, como tal, exenta de las normas concernientes a la misa con participación de pueblo, quedando a salvo la adaptación a la uniformidad por lo que respecta a las demás ceremonias que han de observarse en las misas privadas” (Positio de la causa de beatificación, volumen III/1, pág. 753). El cardenal Ottaviani respondió positivamente el 20 de febrero de 1965 (como consta en misma Positio, ibid., pág. 754).

¿En qué consistió, pues, la dispensa? La misa del Padre Pío, a pesar de lo intempestivo de la hora, era concurridísima por los fieles, que acudían de todas partes de Italia, de Europa y del mundo. No se podía considerar, a la verdad, una missa sine populo. Así pues, normalmente, habría tenido que adaptarse a las particularidades de la missa cum populo que comportaba partes recitadas en italiano, lo cual habría supuesto un excesivo esfuerzo para la vista del Padre Pío, al tener que leer textos vernáculos que no le eran familiares, siendo así que se sabía de memoria los latinos. Pero en virtud de la dispensa podía seguir celebrando íntegramente en latín. Era una especie de aplicación del antiguo privilegio de los sacerdotes caecucientes, a los que, en razón de mala visión o de ceguera parcial o total se les concedía la dispensa del calendario litúrgico, pudiendo celebrar todos los días la misa de Beata (de la Virgen María) o de Requie (de difuntos), cuyos formularios eran conocidos y fáciles de retener y se imprimían a grandes caracteres en misales especiales. La dispensa se refería sólo al idioma, ya que en la carta de fray Carmelo se declara la conformidad con “las demás ceremonias prescritas para la misa privada”. Es decir, el Padre Pío celebraría el Ordo de 1965 íntegramente en latín, que seguía siendo prácticamente el rito del Misal Romano de 1962, sólo que mutilado.


El Padre Pío no era un entusiasta de las reformas


El santo capuchino, dada la altísima idea que tenía del santo sacrificio de la misa y la extraordinaria piedad con la que lo celebraba (hasta el punto de estarse dos horas en el altar) no vería con los mejores ojos los cambios que se estaban operando y que, claramente, eran pasos previos a algo de mayor envergadura y que llevaban en una dirección por lo menos extraña a la tradición litúrgica. Un testimonio que ilumina el pensamiento del Padre Pío a este respecto es el de su hijo espiritual y biógrafo, el abogado Antonio Pandiscia, el cual asegura que le dijo en cierta ocasión acerca del Misal Romano tridentino: “En confianza, siempre he seguido ese misal; ¿por cuál razón tengo hoy que cambiar?”, lo que indica poco entusiasmo –por no decir ninguno– hacia la reforma litúrgica. Sin embargo, no se opuso a ella, sino que la acató, como puede verse en la grabación que se hizo de su última misa (que tuvo lugar el 22 de septiembre de 1968, la víspera de su muerte), en la que celebra de cara a los fieles, pudiéndose apreciar ciertos elementos extraños que atestiguan la adaptación a los cambios de 1967. Como se trataba de misa solemne, el diácono y subdiácono hacen las lecturas en italiano. En los últimos tiempos, el Padre Pío celebraba sentado debido a su delicado estado de salud.

Puede, por lo tanto, decirse que, si bien personalmente nuestro santo no estuviera de acuerdo con la evolución de la reforma litúrgica, sin embargo, se sometía a las disposiciones del Papa y de la Santa Sede en virtud de aquella obediencia religiosa a la Iglesia, de la que siempre hizo gala a pesar de las duras persecuciones de las que fue objeto y precisamente por obra de los hombres de Iglesia. Una rebelión abierta por su parte habría sido impensable. El Padre Pío no vivió lo suficiente para ver instalada la reforma bugniniana. Es claro que no le habría gustado en absoluto y que habría solicitado una nueva dispensa. También es probable que Pablo VI se la habría otorgado fácilmente en atención a la persona y a la circunstancia de tratarse de un anciano fraile de 81 años con las fuerzas mermadas. Seguramente habría estado de acuerdo con el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae presentado al papa Montini por los cardenales Ottaviani y Bacci, pero, dada su inquebrantable sumisión franciscana a la autoridad de la Iglesia, ¿quién sabe qué actitud hubiera tomado? Pero esta es ya entrar en el terreno de la conjetura.


La última misa del Padre Pío (22 de septiembre de 1968)

jueves, 17 de septiembre de 2009

Festividad de Santa Hildegarda de Bingen, patrona de Roma Aeterna



En torno a la Edad Media persisten aún –a pesar de las investigaciones que han sacado a la luz su gran complejidad como período histórico y su extraordinario dinamismo– prejuicios simplistas provenientes de la propaganda iluminista, que despachó mil años de Historia como si hubieran constituido una época uniforme caracterizada por la barbarie y el obscurantismo. De ahí la expresión aún dominante en el vulgo de “Edad de las Tinieblas” y el empleo de ciertos adjetivos, como “medieval”, feudal” y “gótico” (que se hacen equivalentes cuando no lo son), en sentido peyorativo para definir algo que se considera atrasado, tosco, rudimentario e incivilizado.

Uno de los grandes tópicos de este concepto acrítico del Medioevo es el del supuesto sojuzgamiento de las mujeres, que no sólo habrían desempeñado un papel completamente subalterno en la sociedad de este período de la Historia, sino que ni tan siquiera eran reconocidas como seres humanos al haberles negado la Iglesia durante siglos la posesión de un alma. Este disparate sigue sosteniéndose hoy –contra el testimonio fehaciente de la Historia– por sesudos comentaristas mediáticos que no saben explicar cómo es que la Iglesia podía considerar capaces de ser bautizados y de recibir los sacramentos e incluso suponer libres para emitir votos religiosos y hasta canonizar a seres desprovistos de alma.

La gran historiadora francesa Régine Pernoud –el centenario de cuyo nacimiento se ha cumplido este año– dedicó la mayor parte de su vida a reivindicar la Edad Media como lo que realmente fue: una época heterogénea y polícroma, rica en matices y contrastes, hecha de flujos y reflujos. A través de sus libros contribuyó decisivamente a disipar las tinieblas que envolvían a esa presunta “Edad de las Tinieblas” y a acabar con las estupideces que se han escrito y dicho a cuenta de unos siglos fecundos en grandes personalidades, sorprendentes logros y acontecimientos decisivos, que influyeron positivamente en la evolución de la humanidad.

Regine Pernoud prestó especial atención al estatus de las mujeres en la Edad Media, descubriendo y demostrando que, lejos de haber sido un colectivo desfavorecido, sometido y humillado, gozó, en cambio, de una posición de privilegio sin precedentes y que llegaría incluso a perder en épocas consideradas comúnmente más adelantadas. Y esto fue así no sólo en los estamentos elevados de la sociedad medieval (el clero y la nobleza), sino también en el estado llano y en la incipiente burguesía. Tres personajes femeninos a los que ella biografió reflejan el influjo a veces decisivo que tuvieron las mujeres de esos distintos niveles: la humilde Juana de Arco, la poderosa Leonor de Aquitania y la abadesa Hildegarda de Bingen. Hoy queremos fijar nuestra atención en esta última, cuya festividad se celebra precisamente en la fecha.

La idea que se tiene generalmente de las monjas y religiosas es que se trata de una suerte de sirvientas en la Iglesia, mujeres por lo común poco ilustradas, dadas a los rezos y a las labores y destinadas a sufragar las necesidades materiales del clero masculino y a realizar las tareas que no se consideran dignas del estado sacerdotal. Son útiles porque su trabajo, al ser por amor de Dios, es gratuito y desinteresado. Prescindiendo del hecho de que en algunos casos desgraciadamente está justificada esta impresión, la verdad es que por lo que respecta a la Historia, el monacato femenino fue en el pasado y especialmente en la tan denostada Edad Media, un brillante espacio de libertad para las mujeres. Y no sólo de libertad, sino también de poder. Las monjas medievales no sólo podían llegar a ser mujeres de gran cultura y ascendiente; también llegaron en algunas ocasiones a predominar sobre los varones, como lo atestigua la existencia de los monasterios dobles de monjes y monjas bajo el gobierno de una sola abadesa (la orden de Fontevrault, por ejemplo), y de los capítulos de canonesas nobles cuya superiora tenía jurisdicción cuasi-episcopal con poder de anillo y báculo (como las Damas Nobles de Remiremont). La historia de Hildegarda de Bingen es muy ilustrativa de esta situación favorable de las mujeres consagradas a Dios.

Nació en 1098, época de gran efervescencia política y religiosa, en medio de la Querella de las Investiduras y del entusiasmo de la Cristiandad despertado por la Primera Cruzada . Fueron sus padres los señores libres (Edelfreien) Hildebert y Mechtilde de Bermersheim, localidad renana que constituía el solar familiar, dependiente directamente del Emperador. Como la décima de diez hermanos, fue destinada a la vida religiosa en calidad de “diezmo” a la Iglesia. A los ocho años se la confió a los cuidados de una joven monja (sólo unos seis años mayor que ella) llamada Jutta von Spanheim (1091-1136), que hacía vida anacorética como “emparedada” en una celda anexa al convento de monjes benedictinos de Disibodenberg, donde recibía su sustento a través de una ventanilla, único contacto con el exterior (ilustración). Allí aprendió Hildegarda a leer y escribir, el latín necesario para recitar y comprender los salmos, el canto para ejecutar el Opus Dei (la “obra de Dios”, como se llamaba al oficio de las horas canónicas), y el tañido del salterio (especie de cítara).

También fue iniciada en las prácticas ascéticas, de las que Jutta se mostraba severa observante (iba descalza en el crudo invierno alemán, llevaba ceñida a la cintura una pesada cadena, se flagelaba y ayunaba). Hildegarda asimiló el espíritu de mortificación de su maestra, aunque más tarde, siendo ya abadesa, se mostraría partidaria más bien de practicarla con moderación. En todo caso, el mundo espiritual le era muy familiar a la joven pupila, que desde la infancia era gratificada con visiones, aunque éstas no implicaban un rapto del alma o el éxtasis en ella, que declaraba ser perfectamente consciente cuando las tenía. Esta vida sencilla y en soledad era muy de su agrado, pues le permitía cultivar su alma, lejos de las seducciones del mundo.

En la festividad de Todos los Santos de 1112, Jutta, Hildegarda y dos pupilas más que se les habían unido, constituyeron la comunidad femenina de Disibodenberg (foto) con la primera como maestra, con lo que el lugar pasó a ser un monasterio doble, de monjes y monjas separados por la iglesia abacial. Confesor de las religiosas fue el monje Volmar, que se constituyó en el segundo preceptor de Hildegarda. Gracias a él tuvo ésta la oportunidad de acceder a la biblioteca monástica, dedicándose al estudio de las Sagradas Escrituras y de otras materias en las que no pudo instruirle Jutta, a la que describiría como “mujer indocta”. Mucho hubo de leer, como se percibe por sus escritos, ricos en ideas y de una gran erudición. En 1115 pronunció sus votos religiosos, que fueron recibidos por un santo: Otón I de Mistelbach, obispo de Bamberg y canciller del Sacro Imperio, que sería venerado como el apóstol de Pomerania, que se convirtió al cristianismo gracias en parte a su predicación.

Al morir Jutta en 1136, Hildegarda fue elegida unánimemente como nueva maestra por las monjas, cuyo número, entretanto, se había acrecentado. El abad Kuno quiso que, además, fuera priora (hasta entonces Volmar había sido el superior responsable de la comunidad femenina). Pero Hildegarda deseaba más libertad para ella y sus monjas y, convencida de estar inspirada por Dios, en 1148 pidió al abad que les permitiera marchar a fundar un nuevo monasterio en Rupertsberg en Bingen del Rin, a lo que aquél se negó. Entonces recurrió ella a Enrique I Félix von Harburg, arzobispo de Maguncia, que le dio su aprobación. Sin embargo, Hildegarda cayó enferma, presa de una parálisis que la retuvo inmóvil en cama hasta que el abad Kuno, viendo en ello una señal del cielo, cedió. En 1150, recuperada tan rápidamente como había enfermado, se trasladó a Rupertsberg con veinte monjas. Libre de la dependencia directa de los monjes de Disbodenberg, el monasterio de Bingen fue sabiamente administrado por su abadesa, que gozó de una considerable autonomía, gracias a la cual pudo hacer frecuentes viajes por Francia y Alemania para predicar. Su espíritu naturalmente curioso y ávido de conocimientos (dos características que hacen de ella una precursora de los humanistas) sacó gran provecho de estos desplazamientos.


Hildegarda, abadesa de Bingen

La comunidad de Bingen atrajo pronto nuevas vocaciones, alcanzando el número de cincuenta monjas. La aristocracia del lugar comenzó a enviar allí a sus hijas, las cuales no se sintieron obligadas a abandonar algunas prácticas de su anterior vida en el siglo. Ello introdujo una cierta relajación que fue atajada por Hildegarda, que fustigó la excesiva autocomplacencia de algunas de sus aseglaradas religiosas. Atenta siempre al estricto cumplimiento de la regla de san Benito, basado en la máxima “Ora et labora” (“Reza y trabaja”), impuso una disciplina basada en el cultivo de la liturgia y en las manualidades. Quería que su comunidad supiera lo que rezaba y estuviera penetrada de las Sagradas Escrituras (por eso se la puede considerar como una anticipadora del movimiento litúrgico). En cuanto al trabajo, ella misma se impuso la tarea de iluminar manuscritos, lo que realizaba con gran destreza. Pero el espíritu benedictino también contemplaba la dedicación al estudio y en esto sobresalió y dio ejemplo.

Su afán de saber la llevó a abordar las más variadas materias: filosofía, teología, biología, medicina, zoología, botánica, música, lingüística, poesía… Era una auténtica polímata, un espíritu poliédrico, como lo sería Leonardo algunos siglos después. Como éste (que escribía al revés sus apuntes, de modo que sólo se podían leer poniéndolos ante un espejo), se creó un método críptico de escritura, inventando el alfabeto de lo que ella llamaba su Lingua ignota, en la que escribía y se comunicaba frecuentemente con sus monjas (propiciando así una íntima solidaridad entre ellas). Sus escritos musicales, científicos y literarios están contenidos en dos manuscritos: el de Dendermonde (copiado bajo su supervisión en Rupertsberg por el monje Volmar, que se había convertido en preboste de Bingen y secretario y amanuense de Hildegarda) y en el códice de Riesen (que es del siglo XIII).

Sus obras espirituales y místicas están repartidas en una trilogía que comprende: Scivias (Conoce los caminos), Liber Vitae Meritorum (Libro de los Méritos de la Vida) y Liber Divinorum Operum (Libro de las Divinas Obras). El primero contiene la relación de veintiséis visiones, divididas en tres secciones que reflejan el orden trinitario. Sin embargo, no se trata de una obra de especulación, sino que pretende ser una instrucción y guía para alcanzar la salvación. Hildegarda, que, como veremos, se involucró en las cuestiones políticas y sociales de su época, se sentía como los profetas del Antiguo Testamento, cuyo estilo admonitorio y exhortativo se adivina en el texto, que fue puesto a punto hacia 1152, gracias a la diligencia de Volmar, no sin la previa aprobación del papa Eugenio III en el sínodo de Tréveris de 1147-1148. Como dato curioso cabe consignar que las vívidas descripciones de los fenómenos físicos que acompañaban sus visiones, dieron lugar a que el conocido neurólogo Oliver Sacks las atribuyera a la migraña que parece ser padecía la santa. Tanto el Scivias (ilustración) como el Liber Divinorum Operum están profusamente iluminados. Junto con el Liber Vitae Meritorum constituyen una valiosa fuente para conocer la vida espiritual y la teología mística de su autora. En su tiempo tuvieron una gran difusión, hasta el punto que le granjearon el título de "Sibila del Rin". También ejercieron un poderoso influjo en otras escritoras místicas, como Elisabeth von Schonau (1129-1264).

Hildegarda mantuvo correspondencia con los personajes más importantes de su época: entre ellos papas como el ya citado Eugenio III y Anastasio IV, el emperador Federico Barbarroja, Enrique II de Inglaterra y su esposa Leonor de Aquitania (otra mujer fuera de serie, en la ilustración), el abad Suger de Saint-Denis (hombre de Estado y consejero de Luis VI y Luis VII de Francia) y san Bernardo de Claraval. Se mantuvo siempre atenta a los acontecimientos de su tiempo. Pero también se escribió con gentes de todos los estados, que le enviaban cartas pidiéndole consejos y oraciones, que ella nunca negaba. Parece increíble cómo pudo esta abadesa conjugar sus deberes de gobierno monástico con sus estudios, el cultivo de sus relaciones políticas, la redacción de sus visiones y la atención a un público cada vez mayor. Pocas personas, a la verdad, tienen tal capacidad de trabajo: en tiempos modernos sería comparable a un Pío XII.

La abadesa de Bingen era, como santa Teresa, “tanto más humana cuanto más divina y tanto más divina cuanto más humana”. Tuvo sus afectos y su temperamento. Entre las personas que gozaron de su especial predilección estuvieron el monje Volmar, su secretario, y la monja Ricardis von Stade, su asistente personal. Era ésta de noble familia, hermana del arzobispo Hartwig I de Bremen. Éste quiso que su hermana fuese a fundar un nuevo monasterio, a lo que se opuso Hildegarda con todas sus fuerzas, pues no quería desprenderse de su fiel colaboradora. Le escribió cartas bastante atrevidas para estar dirigidas a un prelado y apeló incluso al Papa. Ricardis acabó marchándose, pero, arrepentida, quiso volver al lado de su antigua abadesa, impidiéndoselo la muerte. Hildegarda fue acusada de lo que hoy se llamaría elitismo, pues exigía que las aspirantes a entrar en su abadía fueran mujeres inteligentes, no queriendo admitir a ignorantes o bobas. Para contrarrestar las habladurías, fundó en 1165 el monasterio de Eibingen, sobre el emplazamiento de un monasterio doble bajo la regla de san Agustín, que había sido establecido en 1148 por Marka de Rüdesheim, aunque pronto quedó desierto. Allí admitió a treinta monjas de humilde origen y fue tal su dedicación a ellas que dos veces por semana iba de Rupertsbetg a Eibingen para visitarlas y guiarlas.


La santa con Ricardis von Stade y el monje Volmer,
sus más próximos y los predilectos

Poco antes de morir, protagonizó Hildegarda un suceso que da la talla de su intrepidez. Habiendo muerto un noble excomulgado, permitió que se le diera sepultura en el monasterio y cuidó que se le hicieran exequias, lo cual contravenía las leyes vigentes sobre la sepultura en sagrado. Adujo que Dios se lo había permitido en una comunicación sobrenatural. Pero las autoridades eclesiásticas intervinieron e intimaron a la abadesa a que exhumara el cadáver, enviando unos oficiales a que supervisaran el cumplimiento de la disposición. Hildegarda, lejos de arredrarse, se mantuvo firme y ocultó la lápida para que los restos no fueran desenterrados, lo cual le valió el entredicho pronunciado sobre toda la abadía, siendo prohibida la música y el canto en la vida litúrgica de la comunidad. Aquélla respondió enviando a sus superiores un tratado sobre el significado teológico de la música, lo que causó gran admiración. Después de una laboriosa investigación de los hechos, el entredicho fue levantado, resplandeciendo la caridad y la valentía de la abadesa.


Reliquias de Santa Hildegarda veneradas
en la iglesia parroquial de Eibingen

Hildegarda de Bingen, murió a consecuencia de una apoplejía el 17 de septiembre de 1179, a la edad de ochenta y un años, alcanzando, pues, una longevidad notable para la época a pesar de haber sido siempre de salud delicada. Se cuenta que entonces aparecieron dos arcoíris entrecruzados formando una cruz sobre la bóveda celeste. Al año siguiente de su muerte el monje Theoderich de Echternach escribió una Vita de ella en base a los testimonios de sus monjas. Se la quiso canonizar, siendo introducida su causa en 1227, pero sus roces con la autoridad eclesiástica detuvieron el proceso, que cayó en el olvido. Sin embargo, el cardenal Baronio introdujo su nombre en el Martirologio Romano en el siglo XVI, lo cual ratificaba implícitamente el culto que se le tributaba informalmente. Éste sería aprobado en 1940, reinando Pío XII. En 1979, al cumplirse el octavo centenario de su muerte, Juan Pablo II envió una carta al cardenal Hermann Volk, obispo de Maguncia, en la que la llama “luz de su gente y de su época”, “mujer excepcionalmente ejemplar” y “santa esclarecida”. Hay quien quiere que sea declarada Doctora de la Iglesia, para lo cual no le faltan ciertamente méritos. Recordemos hoy, pues, a este ilustre personaje de la Edad Media, de la calumniada y fascinante Edad Media.



Luz de su gente y de su época, santa esclarecida

lunes, 14 de septiembre de 2009

Dos años de libertad de la misa clásica



Hace dos años entraba en vigor el motu proprio Summorum Pontificum del papa Benedicto XVI, publicado el 7 de julio de 2007. Documento esperadísimo, su génesis y puesta a punto fue cosa laboriosa. El Papa tuvo que vencer muchas resistencias (algunas inveteradas y rocosas), sobre todo de parte de obispos que no querían saber nada de una “restauración litúrgica” tradicional y, por supuesto, de los herederos de la reforma litúrgica postconciliar, las criaturas de monseñor Annibale Bugnini que aún gozaban de un poder casi omnímodo en la Curia Romana y en la mismísima Capilla Papal. También hubo de correr el riesgo de ser malinterpretado (y de hecho se llegó a decir que su acto significaba una desautorización de sus predecesores y un intento de imponer la misa llamada tridentina a la Iglesia). El Santo Padre asumió todo ello con valentía, pero no dio el paso inconsideradamente, sino después de una profunda reflexión y una concienzuda y paciente labor de persuasión mediante el diálogo con los obispos. Primó el bien de las almas, que no debían seguir siendo privadas de las riquezas de la tradición litúrgica romana ni debían continuar divididas y enfrentadas precisamente por aquello que debía ser el vínculo más poderoso de su unidad: la misa.

El motu proprio fue para la misa clásica (y para los demás ritos de la liturgia anterior a la reforma postconciliar) algo así como el Edicto de Milán de 313 para los cristianos: el reconocimiento del derecho a la libertad. No se trató de restaurar nada: no había nada que restaurar porque el Missale Romanum tradicional, canonizado por san Pío V y nuevamente editado por el beato Juan XXIII (con el que se celebró durante el Concilio Vaticano II), “no ha sido nunca jurídicamente abrogado y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permitido” (cfr. Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum). Estas meridianas palabras del papa Ratzinger zanjaban definitivamente una cuestión que había sido muy debatida desde el momento mismo de la promulgación del Novus Ordo Missae en 1969. Los partidarios de la reforma litúrgica postconciliar aducían que la intención de Pablo VI era la de substituir su misal al tridentino, con total exclusión de éste. Pero su constitución Missale Romanum no contenía ninguna cláusula abrogatoria que justificara tal convicción. Sin embargo, tanto a nivel de la Curia Romana como del episcopado mundial se obró en la suposición de la abrogación.

Después de Summorum Pontificum ha quedado claro que la proscripción de facto de la que fue objeto la misa clásica fue una injusticia, producto de un abuso de autoridad. A Pablo VI, que no dudó en corregir la Institutio Generalis de su misal ante las graves objeciones del Breve Examen Crítico que le presentaron los cardenales Ottaviani y Bacci, le hubiera sido muy fácil, para disipar las dudas suscitadas sobre el alcance de la vigencia de su reforma, añadir una cláusula abrogatoria del rito anterior. No lo hizo. Quizás porque era consciente de que no se podía eliminar de un plumazo un milenio y medio de tradición litúrgica de la Iglesia para imponer una reforma salida, por así decirlo, de laboratorio. En cambio –y lo decimos desde el mayor respeto a su augusta persona, de venerada memoria– sí jugó a la ambigüedad, dando por hecha la obligatoriedad de su misal en el curso de audiencias públicas (que no eran, por supuesto, la sede más adecuada para establecer un hecho jurídico). Podemos decir que para el papa Montini, si su reforma no era vinculante legalmente, sí era moralmente obligatoria. Y actuó en consecuencia. El llamado “indulto inglés” es significativo a este respecto. Juan Pablo II, al conceder los sucesivos indultos de 1984 y 1988, obró en la misma línea, aunque con una mayor largueza.

Así pues, al promulgar su motu proprio de 2007 y declarar en él que la misa tradicional nunca fue abrogada ni estuvo, por lo tanto prohibida (ni podía estarlo), ¿pretendía Benedicto XVI enmendarle la plana a sus predecesores en el sacro solio? Creemos que no. Pablo VI esperaba que su reforma fuera recibida por los fieles como “medio para testimoniar y afirmar la unidad de todos”. De lo que se deduce del texto original latino de su Constitución Apostólica Missale Romanum (que acaba de citarse), el Papa expresaba un deseo no una imposición. En su mentalidad liberal, pensaba que el pueblo fiel se adheriría con entusiasmo a la nueva liturgia por propia convicción y sin necesidad de decretos. Pero no fue así. De ahí que dejara hacer a la nueva Sagrada Congregación para el Culto Divino, en la que había confluido desde 1970 el Consilium ad exsequendam constitutionem de Sacra Liturgia de monseñor Bugnini. Pablo VI, sin prohibir explícitamente la misa clásica, permitió que lo fuera de facto bajo el argumento de autoridad y la apelación a la obediencia (¿a qué precepto?), que esgrimían los funcionarios vaticanos y los obispos. Se creó así una situación falsa que se recrudeció cuando salió a la palestra monseñor Marcel Lefebvre, el cual vinculaba la cuestión e la misa a su contestación más general del Concilio Vaticano II y de las reformas salidas de él. Entonces se identificó a todos los defensores de la misa clásica con una supuesta actitud de rebeldía al Papa.

Juan Pablo II se encontró con un panorama litúrgico desolador, lo que motivó su Carta Apostólica Dominicae Coenae del Jueves Santo de 1980. Fue el primer atisbo de su voluntad de poner orden en una difícil situación de hecho, que le venía ya dada desde el pontificado anterior, “difícil y pesada herencia” en palabras del cardenal Alfons Maria Stickler. El papa Wojtyla no podía ignorar la evolución de los acontecimientos de la última década y actuar haciendo tabula rasa de ella. Cierto es que la misa tradicional no había sido nunca jurídicamente abrogada, pero el convencimiento oficial era que sí y el estado de las cosas era el de una proscripción de hecho, imposible de cambiar de la noche a la mañana. Había que obrar con la prudencia y la sabiduría milenarias de la Iglesia demostrada en situaciones semejantes y eso fue lo que hizo Juan Pablo II cuando aprobó el decreto Quattuor abhinc annos (1984) y promulgó el motu proprio Ecclesia Dei adflicta (1988). Entre ambas disposiciones, en 1986, había reunido una comisión cardenalicia para estudiar la posibilidad de una más amplia liberalización del rito clásico. De ella formó parte el entonces cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI. Las conclusiones a las que llegó la comisión pueden considerarse un anticipo del motu proprio Summorum Pontificum, aunque no se les dio curso entonces quizás por considerarse que era todavía prematuro y porque se interpuso el asunto de las consagraciones episcopales de Ecône (que fue lo que motivó la dación de Ecclesia Dei adflicta).



Dos décadas después, Benedicto XVI consideró que las circunstancias habían ya madurado y era llegado el tiempo de acabar con una situación a todas luces injusta. La “generación salvaje” del postconcilio, con toda su prepotencia y triunfalismo, había cedido el paso a una más moderada y mejor dispuesta a la autocrítica (gracias en parte al pontificado de Juan Pablo II). La elección del cardenal Ratzinger –cuyo pensamiento no se ocultaba a nadie, especialmente en materia litúrgica– al trono de Pedro indicaba asimismo una voluntad en el seno de la Iglesia de reencauzar las cosas en el sentido de una continuidad con la corriente de la Tradición Católica. Fue lo que Benedicto XVI definió como “hermenéutica de la continuidad”. El espíritu de rupturismo que se había manifestado en los últimos tiempos había quedado desacreditado por los frutos acerbos de las reformas postconciliares. Así pues, el Papa estimó oportuno liberalizar el misal romano clásico (y con él los demás libros litúrgicos anteriores a la reforma bugniniana), acabando así con una arbitrariedad que había durado demasiado y cortando por lo sano y definitivamente con toda controversia. Tanto el motu proprio como la aneja carta a los obispos reflejan un gran respeto de Benedicto XVI hacia sus predecesores. Como se ve, pues, no hay ninguna desautorización de los mismos. Además, observando una exquisita prudencia, al mismo tiempo que declaraba la perfecta legalidad del rito romano que él llama extraordinario, puso unos marcos para que éste se normalizara teniendo en cuenta los antecedentes históricos, la realidad fáctica y la necesidad de no exacerbar los ánimos. Se trataba de instaurar la pax litúrgica y acabar así de una vez por todas con la “guerra de misales”.

A dos años desde su entrada en vigor puede decirse que el motu proprio Summorum Pontificum ha sido muy positivo para la Iglesia, aunque su aplicación deje todavía bastante que desear. Por lo que respecta a los fieles, ha contribuido poderosamente a suscitar y reavivar en ellos el interés por la Sagrada Liturgia, como lo demuestran: el hecho del gran incremento experimentado en los últimos tiempos por las asociaciones dedicadas a la difusión del rito romano clásico –especialmente UNA VOCE– y la prodigiosa multiplicación de los foros dedicados al tema del culto católico, sea en los distintos medios de comunicación como en las redes sociales. Ello contrasta con la indiferencia de hace algunos años, cuando la liturgia se hallaba recluida en los comités episcopales y diocesanos y en los centros pastorales especializados. La participación de los laicos en la vida de la Iglesia –tan deseada por el Concilio Vaticano II– no ha podido tener una mejor manifestación.

A nivel jerárquico, en cambio, el panorama no se presenta excesivamente alentador, aunque hay signos de una evolución favorable a medida que se nombran nuevos obispos con menos prevenciones y condicionamientos que sus predecesores. En un primer momento hubo reacciones muy negativas de parte de algunos –felizmente pocos aunque influyentes– prelados. También hubo en contrapartida algunas manifestaciones de apoyo filial al Papa, entre las cuales cabe destacar como modélica la del que fue obispo de Frosinone-Veroli-Ferentino, monseñor Salvatore Boccaccio (muerto el año pasado, en la foto), quien dio gracias a Benedicto XVI por el motu proprio Summorum Pontificum, declarándose dispuesto a ponerlo por obra en su diócesis. En general hay que decir que sigue habiendo una excesiva timidez y hasta una resistencia pasiva de la mayor parte del episcopado para aplicar el documento papal. Lo han dicho claramente los hermanos Paolo y Giovanni Gandolfo Lambruschini, responsables del sitio católico Maranatha-Italia, en carta abierta al Papa: muchos obispos y sacerdotes, tanto en Italia como fuera de ella, obstaculizan deliberadamente la aplicación del motu proprio.

En la mayor parte de los casos el problema consiste en la persistencia de lo que podemos llamar una “mentalidad de indulto”, es decir, que se piensa y actúa como si todavía estuviese vigente el motu proprio Ecclesia Dei adflicta o incluso, el más restrictivo decreto Quattuor abhinc annos, cuando la realidad es que dejaron de ser efectivos a partir de la medianoche de hace exactamente dos años por lo que a la celebración de la misa se refiere. Aún se cree que la misa clásica es algo a tolerar, que sólo puede subsistir en condiciones de semi-clandestinidad o catacumbales, cuando en realidad forma parte del patrimonio litúrgico de la Iglesia y es una riqueza a la que tienen derecho los fieles, toda vez que es uno de los ritos legítimamente reconocidos a los que el Concilio quiso honrar “aequo iure et honore” (“con igual derecho y honor”). Debe quedar absolutamente claro, pues, que no se pide un privilegio, como si de la excepción a una ley se tratara: se solicita el derecho, basado en la ley (interpretada auténticamente por el supremo legislador en la Iglesia), a un rito que nunca fue jurídicamente abrogado y que ha estado en principio siempre vigente.

A veces, por desgracia, hasta los mismos fieles contribuyen a que la mentalidad de indulto prosiga. Acuden directamente a los obispos, como si la decisión de aplicar el motu proprio les correspondiera a ellos, siendo así que Benedicto XVI se la ha dado a los párrocos y rectores de iglesias. También es verdad que hay que comprender que éstos, muchas veces, no se atreven a contrariar la voluntad adversa conocida de sus prelados y se inhiben o consultan a sus respectivas curias episcopales antes de dar una respuesta, sabiendo de antemano la mayor parte de las veces que ésta será negativa. Los fieles deben ser conscientes que el proprio ordinario es sólo una segunda instancia, a la que el Papa pide expresamente condescender a las peticiones a las que los párrocos y rectores de iglesia no hayan podido o querido acceder. Si el obispo, a su vez, considera que no puede satisfacerlas, siempre queda el recurso a la Pontificia Comisión Ecclesia Dei. Es necesario que no se den las cosas por supuestas y se siga exactamente el trámite establecido por Summorum Pontificum.

Este año que hay por delante hasta que se cumpla el trienio establecido por el Santo Padre para que los obispos de todo el mundo le informen sobre la aplicación del motu proprio va a ser decisivo. Ya en tiempos de la encuesta Knox (1980) se vio cómo se pueden manipular datos y no debería ocurrir lo mismo en 2010. Dado que, como consecuencia del impacto mediático del levantamiento de las excomuniones a los obispos de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, Benedicto XVI dijo que la Santa Sede iba a prestar más atención a las fuentes de noticias accesibles por la red virtual, es de suponer que ahora será mucho más difícil maquillar los informes. Pero el trabajo se presenta ingente. Lejos de todo fanatismo y espíritu de discordia y desde una actitud de lealtad y acatamiento a la autoridad de la Iglesia, todos los católicos adherentes al rito romano tradicional deberíamos trabajar unidos en la causa de recuperar en la mayor medida de lo posible ese gran tesoro, fuente de santificación y de enriquecimiento personal humano y sobrenatural. Es el reto que se nos presenta en este segundo aniversario de vigencia del motu proprio Summorum Pontificum, por el que no cesamos de dar gracias a Dios, rogándole que conserve al Papa muchos años para el mayor bien de su Iglesia.


domingo, 6 de septiembre de 2009

Elogio de "UNA VOCE MÁLAGA"


Si hay un sitio en la red que en dos años se ha convertido en un punto de referencia obligado para conocer la actualidad litúrgica en España y en el mundo ése es, sin duda alguna, “UNA VOCE MÁLAGA”. Pues bien, ayer, al entrar como de costumbre en dicha web, nos dimos con la sorpresa de un anuncio de su redacción, según el cual, “va a dejar de ser actualizada por decisión personal” de sus creadores, que manifiestan: “Libremente la iniciamos, y libremente la cerramos, ya que nadie nos ha pedido que lo hagamos”. Así pues, “UNA VOCE MÁLAGA” deja funcionar y se descontinúa. Las razones para esta decisión no las han dado a conocer sus responsables, los cuales, las tendrán guardadas a la manera de Carlos III cuando suprimió la Compañía de Jesús, es decir “en su Real pecho”. No podemos sino respetar su voluntad y su discreción. Por eso, no nos vamos a ocupar aquí de las conjeturas y cábalas que circulan hoy profusamente por la red acerca de esas razones y que dejamos a los comentaristas, pues ésa es su labor.

Sí queremos destacar el papel fundamental desempeñado por “UNA VOCE MÁLAGA” en la divulgación del motu proprio Summorum Pontificum en España, en un afán por contribuir a la definitiva pacificación litúrgica y a la reconciliación interna en el seno de la Iglesia, dos de los principales objetivos del pontificado de ese gran papa que es Benedicto XVI, para quien tanto el misal tridentino o clásico y el misal postconciliar o moderno constituyen “un doble uso de un mismo y único rito” (Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum). El Papa acabó con la mentira que durante demasiado tiempo circuló en los ambientes católicos, empezando por las mismas curias episcopales: que la misa tridentina estaba prohibida. Como supremo legislador e intérprete auténtico de la ley en la Iglesia, hace dos años zanjó toda controversia sobre el tema con estas palabras meridianas: “este Misal [el clásico, tradicional, tridentino, de san Pío V o del beato Juan XXIII, cono quiera llamárselo] no ha sido nunca jurídicamente abrogado y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permitido”. Así pues Vetus Ordo y Novus Ordo están llamados a coexistir y a hacerlo no sólo pacífica sino cordialmente, beneficiándose mutuamente cada uno de las riquezas del otro. Éste es, como señalamos en nuestro artículo anterior, el principio que debería inspirar la tan deseada y necesaria “reforma de la reforma”, y es el que, desde luego, presidía la publicación de “UNA VOCE MÁLAGA”.

Allí donde hubiera espíritu de adoración, exaltación de la gloria de Dios, honor a la Eucaristía, nobleza de las formas y belleza de los símbolos, “UNA VOCE MÁLAGA” se hacía presente para documentar el sano movimiento de auténtica renovación litúrgica que, gracias a Dios, se abre poco a poco paso en la vida de la Iglesia. No importaba que se tratara de la forma extraordinaria o de la ordinaria del rito romano. Jamás se sobreestimó aquél en perjuicio de éste ni se escamoteó al segundo la oportunidad de mostrarse en su verdadera expresión: la que es fiel a las rúbricas y al espíritu de lo sagrado. A base de noticias y comentarios breves –acompañados siempre y muy oportunamente de alguna ilustración– el sitio virtual de nuestros amigos malagueños era un regalo para la vista y un alimento para el espíritu, y nos daba fundadas esperanzas de que se podía por fin superar viejos e inútiles antagonismos. “UNA VOCE MÁLAGA”, haciéndose eco de la vida litúrgica no sólo de España sino de todo el mundo católico, ayudó a muchos lectores españoles a abandonar prejuicios y atavismos, mostrándoles que en otros países la convivencia de los dos usos del rito romano es asumida cada vez con mayor normalidad.

Justamente su seriedad, su moderación, su sensatez, su exquisita discreción, su negativa a hacerse eco de estériles controversias, su sana ausencia de fanatismo, su fidelidad inequívoca a Roma y al Papa y su respeto a la jerarquía católica, han hecho de “UNA VOCE MÁLAGA” un sitio modélico donde los haya, del cual todos tendríamos que aprender. Es una lástima que se haya suspendido su continuidad (esperemos que temporalmente). En él teníamos los católicos a uno de los grandes aportes a la cultura litúrgica y, por ser una iniciativa española, timbre de legítimo orgullo para nuestro país, tanto tiempo rezagado en este campo. Agradecemos profundamente a su principal promotor, D. José Luis Cabrera Ortiz, presidente de la asociación hermana UNA VOCE MÁLAGA, por su dedicación diaria, paciente y perseverante a mantenernos a todos convenientemente informados sobre un tema tan esencial como es el del culto divino. Que Dios premie sus esfuerzos. Y hacemos votos para que su obra vuelva a una nueva y aún más fructífera andadura.


UNA VOCE MÁLAGA


Estimados amigos. Esta web por el momento va a dejar de ser actualizada por decisión personal de quienes la hacemos. Ha supuesto un notable desgaste para nosotros, en muchos sentidos. Queremos agradecer a todas las personas que han colaborado y a los miles de amigos que han compartido con nosotros estas páginas que hemos pretendido plenas de afecto a la Iglesia, a la Liturgia y al Santo Padre. De manera especial le damos las gracias a los muy numerosos sacerdotes que nos han escrito en todo el mundo, a los que animamos a seguir con su labor en medio de las dificultades.

Libremente la iniciamos, y libremente la cerramos, ya que nadie nos ha pedido que lo hagamos. Si a alguien hemos ofendido, de todo corazón le pedimos disculpas. Dejamos nuestros archivos anteriores que son un hermoso ejemplo de los frutos del motu proprio Summorum Pontificum en todo el mundo.

Hasta pronto y que Dios les bendiga.